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POEMA 7:

Los tiempos contados del porvenir. 

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Canto 1

Mientras que todo el pasado relatado hasta ahora se ha borrado para siempre de la memoria de los hombres, sólo el porvenir de esta historia es conocida, sin embargo, ellos intentan obviarlo, pretendiendo al contrario conocer el origen del mundo y desatendiendo lo único que podrían saber, su final.

 

Los humanos obstinadamente recurren al pasado para buscar respuestas a sus preguntas, preguntan a dioses olvidados en el cielo improbable. Inventan nuevas religiones para colmar sus lagunas, se matan entre ellos para imponer sus mentiras, que sus vecinos contradicen con las suyas propias, en lugar de preocupase por el futuro que sólo debería interesarles, pero que fingen ignorar.

 

La destrucción del mundo es ineludible, pero los humanos estúpidos se niegan a considerarlo. Una vez que sea obvio para todos, no sabrán unirse para evitar la tragedia, y si por como algo extraordinario logran entenderse, será demasiado tarde.

 

El fin del mundo se acerca, inexorablemente. No se trata de la premonición de ningún profeta necio supuestamente inspirado por dioses inventados, sino el fruto de una observación lúcida. Es un hecho que resulta de una lógica implacable, tan evidente como la muerte de cada uno de nosotros, porque la única cosa en la tierra de la que tenemos seguridad, incluso más que el pasado cambiante a la merced del recuerdo, incluso más que el presente, acunado por la ilusión, está en el futuro, y es nuestro óbito. Y así como todo hombre debe fallecer tarde o temprano, la tierra entera perecerá también. El fin del universo y todas las cosas aquí abajo está en marcha, y el ser humano es el único culpable. El hombre lo sabe, siempre que quiera saberlo, pero prefiere mirar para otro lado, hacia un más allá en el cual nunca penetrará el secreto.

 

Y en lugar de unirse para salvarse, los humanos asustados por la muerte intentan recolectar los trozos del cetro de poder que antaño cayeron sobre la tierra. Temblando, agitan frenéticamente todos estos fragmentos y se imaginan dueños del mundo, se creen grandes bajo las estrellas al poseer una pequeña partícula de la verdad. Pero los hombres nunca serán dueños del universo, sólo conseguirán destruirlo para siempre.

 

Este cuento llega a su fin. La destrucción del mundo se ha arraigado en el presente, y pronto los doce dioses desaparecerán uno tras otro del universo. Ya conocemos a las primeras víctimas, asesinadas por los humanos alienados, que se burlan de su propia muerte.

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Una primera deidad ya ha desaparecido. Se trata de Liebama, la dama de la sonrisa.

 

Los humanos navegaron hasta el fin de las aguas, y allí, un buen día, a fuerza de buscar en los confines del mundo, descubrieron una isla, en el lejano poniente, cerca de la línea del horizonte. Era la isla de la belleza, del amor y de la abundancia donde antaño vivía Liebama y que Sólsun abrazaba en cada atardecer.

 

Las únicas defensas de la isla eran barreras de corales y un bosque exuberante, no existían guerreros, ni nobles ni rey. Al ver llegar navíos, la gente de la isla preparó collares de flores para dar la bienvenida a los extraños, pero comprendieron de inmediato que estos hombres no estaban allí en busca de un remanso de paz y libertad, sino para  conquistar la isla y saquearla.

 

Los marineros desembarcaron. Las cabezas cubiertas con cascos, los torsos revestidos de hierro, sostenían en sus manos palos que escupían fuego. Entre ellos había hombres vestidos de negro, como cuervos agazapados que croaban en un idioma desconocido, y que llevaban estandartes con un corazón tachado con una cruz.

 

Las mujeres en la isla feliz, inspiradas por Liebama, eran todas hermosas y gráciles, con la piel dorada por las caricias del sol, los besos del hermoso Sólsun. Por desgracia, los navegadores, al contemplar a este pueblo desnudo, sólo vieron el vicio donde en realidad había candor y virtud. Los hombres cuervos agruparon a los hombres para obligarlos a cubrirse, mientras que los demás foráneos, excitados por la desnudez de las mujeres, las violaron.

 

Luego, cuando el jefe de los navegantes vio en el cuello de una de las mujeres un collar de oro macizo, que una vez había sido el regalo de Lyelos a su esposa, dedujo que la isla poseía tesoros fabulosos, enterrados. Entonces mandó que los nativos trabajaran, y les hizo cavar la tierra, hasta la extenuación, pero no encontraron la menor pepita de oro, pues los únicos tesoros de la isla eran la naturaleza generosa y la belleza de su gente.

 

Los marineros mataron a la mayoría de los indígenas en la tarea, pero perseveraron en la idea de que la isla rebosaba de oro. Entonces, tras haber aniquilado al pueblod de Emya, decidieron regresar con nuevos esclavos, hombres de piel negra en las bodegas de sus naves funerarias, para continuar buscando el metal precioso.

Así murió Liebama, que vivía en las almas de los habitantes de aquella isla, y que fue violada, desposeída y luego ejecutada por los estúpidos humanos, quienes, no contentos con provocar esta tragedia, se regocijaron, al contrario, por haber impuesto la moralidad y la Verdad en aquellas tribus salvaje más allá de las aguas.

 

En efecto, los ínfimos seres humanos creen poseer la verdad, esta verdad que todos los dioses buscaron y no supieron encontrar, esta verdad que existe realmente pero que no está al alcance de nadie, los hombres piensan encontrarla en un dios único hecho a su imagen gestera. Y este dios que llaman de amor ahuyenta al amor de los amantes, que consideran sucio y pecaminoso, el amor de los amantes que sólo crea la armonía, y sin el cual no podría existir ningún otro amor en la tierra, ni el amor de los padres, ni el amor a la vida, ni el amor por el mundo.

Así murió Liebama, que vivía en las almas de los habitantes de aquella isla, y que fue violada, desposeída y luego ejecutada por los estúpidos humanos, quienes, no contentos con provocar esta tragedia, se regocijaron, al contrario, por haber impuesto la moralidad y la Verdad en aquellas tribus salvaje más allá de las aguas.

 

En efecto, los ínfimos seres humanos creen poseer la verdad, esta verdad que todos los dioses buscaron y no supieron encontrar, esta verdad que existe realmente pero que no está al alcance de nadie, los hombres piensan encontrarla en un dios único hecho a su imagen gestera. Y este dios que llaman de amor ahuyenta al amor de los amantes, que consideran sucio y pecaminoso, el amor de los amantes que sólo crea la armonía, y sin el cual no podría existir ningún otro amor en la tierra, ni el amor de los padres, ni el amor a la vida, ni el amor por el mundo.

 

Los humanos morbosos veneran un amor frígido, que sitúan en el más allá, para fingir la compasión. Llaman fe a sus falacias, civilización a su barbarie y, calentando sus corazones a la lumbre de sus autos de fe, ni siquiera se dan cuenta de que están invocando a Wefel, el dios del odio, para que finalmente sea liberado y acuda para aniquilar el mundo.

 

Sí, Liebama, probablemente la más frágil de todas las diosas, ya ha muerto, hace más de medio milenio, y con su pérdida empezó la decadencia del mundo, la séptima edad del universo. Desde entonces, ya no existirán nunca las utopías de amor, los paraísos perdidos, la desnudez ingenua, el primitivo candor.

 

Liebama desapareció y tan sólo quedan once deidades en el universo.

Canto 2

Después de Liebama, será el turno de Sawilda, la diosa salvaje, y de Aerwind, la libertad, que pronto sucumbirán, exterminados por la insensatez de los hombres.

 

Los humanos estúpidos nunca se sacian con nada, incluso cuando están repletos, no paran de fabricarse nuevas necesidades, exigiendo siempre más de lo que la naturaleza les puede ofrecer. Trabajan arduamente para permanecer ociosos, y despliegan toda su inteligencia al servicio de su idiotez. Saquean los tesoros de la tierra, ansiosos y convulsivos, luego los desperdician y los abandonan por nuevos caprichos.

 

Así pues, poco a poco, los hombres desnaturalizarán el mundo y lo vaciarán de su sustancia. Perforarán el desierto para extraer fango graso que quemarán para asfixiar el cielo, lanzarán salvas en las nubes para hacerlas llorar, cortarán las montañas por el simple placer de deslizarse por sus laderas heridas, derretirán todas las nieves y desaparecerá el invierno, arrojarán vómito en los ríos y en las olas del océano, envenenarán los suelos más fértiles, arrebatarán los árboles para convertirlos en miles de pergaminos arrojados a los cuatro vientos, encarcelarán los animales salvajes para burlarse de su decadencia, cruzarán bestias contra natura, darán carne a los herbívoros y castrarán a las fieras, sacrificarán rebaños enteros para comer solo pequeños pedazos y arrojarán el resto a sus perros esclavos que pasearán con correas y a los que prohibirán cazar, enredarán el bosque con caminos tan negros como sus almas, e incluso llegarán a depositar sus basuras en la luna, y lograrán robar al trigo su semilla. Y nunca dejarán de conquistar nuevas tierras vírgenes, en busca de paraísos olvidados, pues los estúpidos humanos, asqueados por su propia existencia, intentan a toda costa escapar de ellos mismos, se obsesionan con el más allá, con los lugares aún no descubiertos, sin percatarse que van destruyendo todos aquellos lugares a medida que los van descubriendo.a

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Sawilda morirá pronto, pues el bosque se corta para erigir sobre sus escombros los hábitats de los hombres, que crecen y se multiplican tan rápido como las ratas, que se amontonan en el ruido y lo pintan todo uniformemente de gris, el gris de sus construcciones trogloditas que se enquistan en las profundidades de la tierra y perforan las nubes, el gris de sus cielos que escupen humos sofocantes, en el gris de sus ropajes que les hacen olvidar su naturaleza animal pero que les ahoga, el gris de sus ideas negras, de sus espíritus intoxicados por la gloria o el alcohol, el gris de su vil metal.

 

Y el metal se convertirá en la droga más embriagadora y dañina, el hombre no podrá prescindir de ella, sentirá la necesidad de aumentar constantemente la dosis para satisfacer su felicidad, su vicio y su pesadilla, necesitará tragar más y más acero, y sabiendo perfectamente que todo este acero que se inyecta lo lleva inexorablemente a su pérdida, seguirá queriendo acero, hasta que finalmente se desmorone bajo el peso de los colosos de metal que él mismo habrá engendrado.

 

Todos estos monstruos de acero de múltiples formas y facetas formarán una cadena pesada que aprisionará los cuerpos, los corazones y las mentes, pero los humanos alienados se esforzarán por creer lo contrario. Sus cuerpos se harán frágiles por culpa del metal, y los hombres pensarán que el metal los sana, su felicidad, su amor dependerá del acero que les proporcionará aparentemente el confort de una vida sedentaria, pero que los socavará desde el interior, y los hombres, dependientes en grado sumo, se convertirán finalmente en esclavos de estos gigantes de hierro y cobre, que dictarán sus leyes al mundo y serán los verdaderos amos del universo.

 

Y la fría lógica de estos colosos de metal matará a Aerwind, la diosa del viento. Mientras se multiplicarán los frutos de la tierra, los monstruos de acero impedirán que se compartan. Dividirán el mundo en dos partes, con una línea que cruzará el universo: los de arriba, en el Septentrión, morirán por el exceso, y los de abajo, en el Meridión, conocerán la escasez. Y aquellos de arriba, cargados y armados de metal, vigilarán el mundo para proteger su abundancia de la envidia de aquellos que no tienen nada, y rodearán la tierra con alambres, aprisionando a Aerwind, impidiendo que el espíritu libre vuele sereno sobre el mundo. Y la diosa morirá atrapada en las cuchillas de esta red de acero, sin aliento, agonizando en el humo metálico, las alas clavadas en las rejas de las fronteras humanas.

 

Sí, Sawilda y Aerwind serán las siguientes víctimas de esta tragedia que aún no ha ocurrido, pero que ya está escrita.

 

Y desde entonces ya no existirán raíces ni ramas ni frutos, ni el cantar de un pájaro, ni el aullido de la fiera, ni el gemido de su presa. Ya no existirá nada salvo el opresivo desierto, la roca y el polvo.

 

Sawilda desaparecerá y tan sólo quedarán diez deidades en el universo.

 

Y ya no existirá rebeldía en la tierra, sólo banderas sangrientas y vanas fronteras. Ya no habrá más cantares ni gritos de libertad, desde entonces las gargantas sólo servirán para engullir.

 

Aerwind desaparecerá ya tan sólo quedarán nueve deidades en la tierra

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Canto 3

Agitando frenéticamente los fragmentos del cetro de Potestor, el hombre buscará el arma suprema para apoderarse de los otros trozos del bastón de poder y de eternidad, poseídos por otros hombres que buscan lo mismo, y en esta carrera insensata encontrará a Feobran.

 

El dios guerrero escapará de su jaula de cristal, liberado por los humanos que lo habrán buscado hasta en el lado oculto de la luna, hasta el final de las estrellas conquistadas una a una, para acabar encontrándolo.

 

Y cuando lo hayan encontrado, los hombres agruparán todos sus esfuerzos, toda su inteligencia, toda su ciencia y conciencia, para romper los barrotes de cristal que lo mantienen prisionero.

Feobran será liberado, y al escapar, el dios fuerte y bárbaro satisfará su deseo de venganza matando a su carcelera, la bella Unaya, la reina de los cielos pacíficos, que duerme desde el principio de los tiempos junto a su marido, el soberano de los dioses.

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La dama del palacio celestial morirá en un estridente llanto, el último grito que se escuchará en el firmamento y que sonará, rompiendo el aterrador silencio del cielo que se había callado desde que el hombre conoce el tiempo contado y gesticula por la tierra ; este cielo que, con su silencio, aún más despreciativo que el vano insulto, respondía a la tierra crepitante, a los hombres que sin tregua lo cuestionan, que se atormentan por saber si existe o no, atemorizados al saber que si existe un palacio maravilloso nunca morarán allí, y que si no existe, no hay ningún otro lugar más allá de este valle de lágrimas.

 

El grito de Unaya resonará en el firmamento y por fin responderá a todas las preguntas sin respuesta de los hombres, pero ninguno sabrá escucharlo, ya que todos estarán ocupados animando a Feobran que habrá regresado por fin a la tierra.

 

Unaya, la llama que calienta y sana se extinguirá, apagada por el fuego bárbaro que devora la vida y roe las esperanzas. Feobran clavará sus dos espadas de lava en el cuerpo de su carcelera, una en su corazón, destruyendo para siempre el amor, y la otra en su garganta, para silenciar el grito del cielo.

 

Sí, Unaya morirá a su vez, asesinada por el dios de guerra, y desaparecerá el amor, la paciencia; se apagará la llama de la esperanza en cada corazón. 

 

Unaya desaparecerá y tan sólo quedarán ocho deidades en la tierra.

 

Entonces Potestor, que reposa al lado de Unaya, se despertará y gritará de dolor, no por el veneno que fluye en su cuerpo, sino por la muerte de su esposa. 

 

El viejo rey, demacrado, destripado, asqueado por la estupidez de aquellos hombres que, por temor a la muerte le condenaron a permanecer entre vida y muerte, aullará en la noche, pero nadie escuchará su queja.

 

Se levantará y encontrará junto a la cama la daga de cristal que Unaya había reservado para suicidarse, y plantará este puñal en su cuerpo. Por desgracia, al no tener venas ni corazón, cada una de sus puñaladas será vana, y tendrá que cortarse la piel en treinta y seis ocasiones antes de que su cabeza caiga de su cuello y muera por fin.

 

Y de este modo Potestor, el más humano de los dioses, desaparecerá para siempre, después de una larga agonía que habrá durado desde su nacimiento. Y justo antes de que su cabeza se separe de su cuerpo, sus ojos en blanco proyectarán en su mente todas las imagines de su vida. Volverá a verse a sí mismo como un niño corriendo desnudo bajo las estrellas, como adolescente caprichoso, joven prepotente y celoso, y finalmente verá el amor, el amor que lo convirtió en sabio o loco, poco importa al fin y al cabo, pensará entonces, pues lo único que no lamentará en este momento será haber amado, o al menos haberlo intentado.

 

Sí, Potestor morirá, y una canción resonará, suspensa en el aire: “Una tierra, un sueño, un rey, unidas son piedra y carne, el niño convertido en hombre, es nuestro Creador y padre”. 

 

Potestor desaparecerá y tan solo quedarán siete dioses en la tierra.

Canto 4

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Mientras que en el cielo desaparecerán el rey y la reina, Feobran liberado de sus ataduras triunfará en la tierra, y entrará al servicio de todos aquellos que le habrán llamado. Obedecerá a todos los ejércitos al mismo tiempo, siguiendo las órdenes contrarias de cada fragmento del cetro de poder que los hombres habrán encontrado en la tierra.

 

La guerra asolará el mundo, la guerra implacable, cuyos motivos, buenos o malos siempre conducen a la misma sinrazón, la guerra siempre fraticida de humanos contra otros humanos, de Feobran el soldado contra el mismo.

 

Los conflictos serán cada vez más sangrientos y las víctimas designadas serán los niños, las mujeres y los ancianos, mientras que los soldados podrán refugiarse para matar a ciegas, y pronto ya ni siquiera necesitarán blandir armas o ver al enemigo enfrente. El metal ayudará a los guerreros en esta lucha a distancia, los monstruos de acero se encargarán de todo el trabajo sucio, y las armas, cada vez más poderosas, algún día lograrán destruir pueblos enteros en un solo abrir y cerrar de ojos, sin que el humano tenga que levantarse de su asiento. Hasta que un día, Feobran, el dios del fuego, aliado a los gigantes de metal, descubra el arma definitiva capaz de aniquilar a todos los enemigos al mismo tiempo, y entregue su secreto a todos los bandos a la vez.

 

Con una simple presión del índice, un hombre más loco que los demás tarde o temprano usará esta arma definitiva y de pronto el mundo será destruido. Y en ese momento, el dios del fuego acabará con todos los conflictos, inmolándose en una gigantesca nube de humo que explotará en la tierra, y todos los humanos serán destruidos al instante. Ninguno sobrevivirá.

 

Feobran, al obedecer a todos los hombres a la vez, se convertirá en su propio verdugo y en su propia víctima, luchando contra él mismo acabará suicidándose, y cuando se de la muerte, también aniquilará toda vida de la faz del mundo.

 

Sí, Feobran morirá y ya no habrá más guerra, ni paz, ni odio ni ira, ni vida, ni verdad, sólo un gigantesco páramo de ceniza y polvo.

 

Feobran desparecerá y tan sólo quedarán seis deidades en la tierra.

 

Y Feobran, al suicidarse, logrará por fin cumplir el orden supremo que había recibido antaño del rey de las edades, aquel mandato absurdo para el cual nació y que parecía imposible de cumplir.

 

En efecto, el fuego logrará en este último asalto triunfar por fin sobre el agua, pues la explosion última será tan grande que propagará olas de humo de una potencia extrema, que cargarán contra las olas del océano y lograrán someterlas, y esta onda expansiva secará el mar, matando todos los peces y todos los monstruos marinos, delfines, algas y corales, hasta penetrar en el palacio hundido de Simar, el dios de las aguas, para finalmente matarlo.

 

Sí, Simar, que se creía a salvo de la estupidez de los hombres en su hogar secreto en los confines del mundo, también perecerá. 

 

Simar desparecerá y tan sólo quedarán cinco dioses en la tierra

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Por supuesto, será Bahadar, el dios traidor quien, convenciendo a algunos, persuadiendo a otros, habrá empujado a los hombres hacia la guerra suicida. Y justo después de inspirar al demente que habrá utilizado el arma definitiva, Bahadar correrá para refugiarse en lo más alto del cielo.

 

Subirá los peldaños de la escalera de Caelvala para mejor contemplar desde la terraza de los dioses la espantosa nube que soplará el mundo. Se reirá con ganas pensando en los humanos idiotas que se habrán suicidado, y luego entrará en el palacio celestial para tomar posesión del lugar. Se sentará en el trono de su padre, a quien asesinó antaño, y saboreará los manjares más delicados surgidos de la mesa mágica de Unaya.

 

Sin embargo el dios, recostado en el trono del soberano, se recgocijará con su triunfo por poco tiempo, pues pronto sentirá un profundo cansancio y se dará cuenta que no hay mayor tormento en el mundo que la soledad.

Bahadar, tras haber corrompido a todos, hombres y dioses, los habrá perdido para siempre, y desde entonces no tendrá más venganza que satisfacer, nadie a quien atormentar, se encontrará solo frente a él mismo, a su propia mente de repente vaciada. Entonces beberá, para engañar su aburrimiento, beberá todas las copas que brotarán de la mesa encantada de Sidarap, un cáliz por cada ser que haya logrado matar, y poco a poco en su delirio comenzará a endosar todas las personalidades de los humanos y dioses que habrá manipulado durante su vida, para ocultar su soledad. Hablará sin cesar, beberá sus palabras, hablará en sus sueños, soñará despierto. Pero no logrará olvidar nada, su mente permanecerá lúcida, pues Bahadar nunca podrá escapar de la razón que lo habrá estado torturando desde su nacimiento.

 

Así que, atomentado por estos pensamientos que no podrán desvanecerse, caminará tambaleándose, borracho pero clarividente, en los pasillos de Caelvala. Entrará en la cámara mortuoria de Potestor y Unaya, y allí contemplará a su padre, acostado en su lecho funerario, decapitado, lacerado, desollado, feo y repugnante y sin embargo abrazado tiernamente por la eternidad contra el cuerpo de su esposa, que sonreirá, hermosa, cariñosa y serena. Y a la vista de este espectáculo, Bahadar se verá repentinamente atrapado por emociones hasta ahora desconocidas, en su mente brotarán de pronto el remordimiento, la pena, el amor, la ira y todos los sentimientos del mundo.

 

Saldrá corriendo de la habitación y se perderá por los pasillos de palacio, hasta encontrarse, en el corazón  de Caelvala, a Mayda y Kindinya. Entonces Bahadar, al ver a la pequña niña traumatizada para siempre por su culpa, sosteniendo de la mano a la diosa que se volvió senil y ciega, sera nuevamente asaltado por una avalancha de emociones intensas. Sentirá repentinamente una vergüenza inconmensurable por todo el mal que habrá cometido en su vida, tratará de reparar su culpa hablando con las dos diosas, en vano, porque ambas se habrán vuelto locas, después de tantos siglos encerradas. Bahadar no escuchará ninguna palabra sensata de sus bocas, y menos aún palabras de perdón.

 

Entonces el bastardo de los dioses se dará cuenta de que todavía hay un dolor peor que la soledad, y es el sentimiento de culpa sin ninguna esperanza de redención.

 

Bahadar volverá a entrar en el palacio y de repente, verá su reflejo en las paredes de cristal, y su imagen en los espejos le parecerá insoportable. Atacará sus reflejos para hacerlos desaparecer, logrará romper una pared, luego otra, y pronto, en su furia, demolerá uno por uno cada muro del palacio de cristal, hasta que toda Caelvala acabe destruida. Bahdar también caerá con la ciudad celestial y al final de su caída el dios morirá en el desierto humeante.

 

Los jardines de Caelvala también caerán, y del palacio celestial sólo quedará la terraza de los cielos, como una nave solitaria naufragando por la noche, gobernada por el azar y la fatalidad, la niña irresponsable y la anciana ciega, Mayda y Kindinya que habrán salido a tiempo del palacio para refugiarse en aquella balconada, junto al dragón Feyniss, el guardián, como una figura de proa con sus alas hinchadas como velas preparadas para un viaje sin rumbo en la noche infinita.

 

Si, Bahadar morirá, engullido por sus propias dudas, y con él morirán el bien y el mal, y la loca razón que intenta en vano domar los instintos.

 

Bahadar desaparecerá y sólo quedarán cuatro dioses en la tierra.

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Canto 5

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Y, renacido mientras todos habrán muerto, caminará sin rumbo, a ciegas por el desierto, hasta que Feyniss lo vea desde la terraza del mundo en el fin de los tiempos. Al escuchar que aún existirá un ser vivo en la tierra, las lágrimas fluirán de los ojos ciegos de Mayda, quien le pedirá al buen dragon que rescate a su hijo, y Feyniss ejecutará la orden de la vieja diosa. Él irá a buscar a Oynog, lo cogerá entre sus garras para dejarlo en la terraza del mundo, antes de volver al páramo para luchar contra sus hermanos dragones.

 

Feyniss matará a una multitud de monstruos espeluznantes pero, por desgracia, sucumbirá al peso de las serpientes asesinas que se aferrarán a sus flancos, impidiéndole volar, y plantarán sus colmillos en la carne, envenenando su sangre.

 

Despues de matarlo, las serpientes se reunirán alrededor del cuerpo aún cálido del buen dragón, buscando pitanza y peleándose por el manjar más preciado, el corazón de Feyniss, que una vez perteneció al rey de los dioses. Y una vez que el cadáver de Feyniss se haya tragado por completo y sus huesos hayan sido roídos hasta desaparecer, los odiosos reptiles que probaron el corazón de su víctima se volverán insaciables, y comenzarán a devorarse entre ellos. Los más fuertes se comerán a los más débiles, hasta que queden sólo cuatro dragones, los más poderosos, los que se apoderaron de Helixan en la sexta edad del mundo, y que se llaman respectivamente Norte, Sur, Este y Oeste. Estos cuatro dragones, aún hambrientos, se desafiarán pero aún no se atreverán a luchar entre ellos, pues todos tendrán una fuerza similar. Así que cada uno irá en una dirección mordiendo el polvo, y mordisquearán la tierra poco a poco con sus afilados colmillos, hasta que no quede una sola migaja.

 

Y cuando se hayan tragado toda la tierra, los cuatro dragones, que todavía no estarán saciados, finalmente se enfrentarán entre sí. El norte morderá la cola del sur, mientras que el sur morderá el norte, y el oeste y el este harán lo mismo, y los cuatro dragones se tragarán gradualmente hasta que no quede nada de sus cuerpos.

 

Así desaparecerán la tierra y los dragones que existieron desde los tiempos sin tiempo, ya no quedará nada más que el cielo y la terraza de Caelvala navegando en el vacío, con dos ciegos abordo y una niña con ojos inmensos siempre abiertos, pero ya no habrá nada más que contemplar en el universo ausente.

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Canto 6

Abajo, en la tierra agrietada, donde toda la vida habrá desaparecido para siempre, desde todas las hendiduras del mundo causadas por el fuego último, brotarán las serpientes de los albores de los tiempos.

 

El buen dragón Feyniss, desde la cima de la terraza de los dioses, al ver a sus semejantes saliendo de los abismos humeantes de la tierra, decidirá ir a luchar contra ellos. Pero justo antes de emprender el vuelo, verá a un peregrino perdido caminando en el páramo. Y el dragón, con sus ojos penetrantes, logrará reconocer al gigante Oynog, el único sobreviviente de la nube asesina.

 

Oynog el ciego, desde el comienzo de la sexta edad del mundo habrá cambiado. Perdio todo espíritu de venganza cuando su hermano menor Potestor fue asesinado por un guijarro lanzado por Bahadar, un crimen que le recordó cómo él mismo había sido mutilado, en los albores de los tiempos. La transformación repentina de Oynog llegó justo después, cuando al frente de la horda de los gigantes se apoderó de Helixan, junto a los dragones y a los condenados de Ninferheil. Oynog se dio cuenta de que sus enemigos estaban desarmados, y que incluso algunos de ellos empuñaban flores en vez de espadas y se dejaban matar sin siquiera intentar luchar. Y mientras Oynog se preparaba para acabar con un hombre moribundo que tenía en frente, escuchó a su víctima que, en lugar de maldecirlo, oraba por su agresor e imploraba la clemencia divina. Era la primera vez que un adversario se comportaba de esta manera y el gigante estaba aturdido. La piedad retuvo su brazo justo cuando iba a asestar el golpe de gracia, y permaneció clavado en el lugar, sin saber qué hacer. Los otros gigantes vieron a su jefe actuando como un cobarde en el campo de batalla, y después del combate, que fue breve y mortal, lo expulsaron para siempre de la horda. Oynog entonces fue a refugiarse en la montaña más profunda del mundo, en el septentrión, y permaneció allí, petrificado por la duda, sin atreverse a salir de las entrañas de la roca durante siete mil años, hasta que el fuego del fin del mundo le obligó a huir.

Y, renacido mientras todos habrán muerto, caminará sin rumbo, a ciegas por el desierto, hasta que Feyniss lo vea desde la terraza del mundo en el fin de los tiempos. Al escuchar que aún existirá un ser vivo en la tierra, las lágrimas fluirán de los ojos ciegos de Mayda, quien le pedirá al buen dragon que rescate a su hijo, y Feyniss ejecutará la orden de la vieja diosa. Él irá a buscar a Oynog, lo cogerá entre sus garras para dejarlo en la terraza del mundo, antes de volver al páramo para luchar contra sus hermanos dragones.

 

Feyniss matará a una multitud de monstruos espeluznantes pero, por desgracia, sucumbirá al peso de las serpientes asesinas que se aferrarán a sus flancos, impidiéndole volar, y plantarán sus colmillos en la carne, envenenando su sangre.

 

Despues de matarlo, las serpientes se reunirán alrededor del cuerpo aún cálido del buen dragón, buscando pitanza y peleándose por el manjar más preciado, el corazón de Feyniss, que una vez perteneció al rey de los dioses. Y una vez que el cadáver de Feyniss se haya tragado por completo y sus huesos hayan sido roídos hasta desaparecer, los odiosos reptiles que probaron el corazón de su víctima se volverán insaciables, y comenzarán a devorarse entre ellos. Los más fuertes se comerán a los más débiles, hasta que queden sólo cuatro dragones, los más poderosos, los que se apoderaron de Helixan en la sexta edad del mundo, y que se llaman respectivamente Norte, Sur, Este y Oeste. Estos cuatro dragones, aún hambrientos, se desafiarán pero aún no se atreverán a luchar entre ellos, pues todos tendrán una fuerza similar. Así que cada uno irá en una dirección mordiendo el polvo, y mordisquearán la tierra poco a poco con sus afilados colmillos, hasta que no quede una sola migaja.

 

Y cuando se hayan tragado toda la tierra, los cuatro dragones, que todavía no estarán saciados, finalmente se enfrentarán entre sí. El norte morderá la cola del sur, mientras que el sur morderá el norte, y el oeste y el este harán lo mismo, y los cuatro dragones se tragarán gradualmente hasta que no quede nada de sus cuerpos.

 

Así desaparecerán la tierra y los dragones que existieron desde los tiempos sin tiempo, ya no quedará nada más que el cielo y la terraza de Caelvala navegando en el vacío, con dos ciegos abordo y una niña con ojos inmensos siempre abiertos, pero ya no habrá nada más que contemplar en el universo ausente.

Y como la tierra habrá sido tragada por las odiosas serpientes, no habrá más obstáculos entre el sol y la luna, entre Sólsun y Monalund, y los dos dioses finalmente podrán enfrentarse. Las legiones de las almas malditas cargarán contra las de las almas puras, y pronto el bien y el mal se volverán uno cuando los dos ejércitos se mezclen. Monalund lanzará una flecha asesina a Sólsun, mientras que Sólsun lanzará un rayo mortal contra la diosa, y ambos morirán al mismo tiempo. El sol y la luna desaparecerán repentinamente, y con los dos astros todas las almas de los muertos, y no quedarán ni día ni noche, ni sol ni luna, sólo la infinitud del firmamento claroscuro.

 

Sí, Monalund y Sóslun serán los últimos hijos de Potestor en perecer, matándose entre ellos, y con ellos morirán los días y las noches, la vida y la muerte, la salvación y la perdición y todas las almas de todas las edades del mundo.

Canto 7

Solos en el balcón de Caelvala, en medio del vacío, flotando en el infinito, quedarán tres seres, pero siendo dos de ellos ciegos, sólo una podrá presenciar la lucha entre la oscuridad y la luz, la pequeña Kindinya con los ojos siempre abiertos.

 

La lucha entre Sólsun y Monalund llegará a su fin y la ausencia de luces y sombras causará en el firmamento una gran confusion, como un inmenso calidoscopio en el cielo ausente.

 

Las estrellas que traspasan la noche desde los tiempos sin tiempo se quedarán solas en el universo y se reunirán alrededor del alma de Istaril, la estrella del sur, para formar un único astro formidable que llenará de luz todo el infinito. Y esta estrella única será mucho más brillante y cálida que el sol.

 

Kindinhya no podrá soportar la vista de esta estrella suprema y por primera vez en su vida, tendrá que cerrar los ojos. Pero la estrella pronto empezará a quemar la piel de los tres supervivientes en la terraza del mundo. Ellos intentarán en vano, a ciegas, encontrar una sombra en la terraza del cielo para escapar del intolerable calor. Y mientras estará buscando refugio, Oynog tropezará con el arco de su padre Mordod, que servía para cazar estrellas en los tiempos sin tiempo, y que Potestor, en la locura de su juventud había abandonado allí, después de haber matado la estrella del Norte.

 

Oynog, junto al arco encontrará tres flechas, dispersas en el suelo. Disparará una primera al azar en el infinito del cielo, luego una segunda, pero, por supuesto, no logrará alcanzar la estrella, pues no podrá verla.

 

Entonces Kindinya decidirá ayudar al gigante para que éste localice su diana. Abrirá uno de sus dos ojos, decidida a mirar la estrella de forma furtiva para no cegarse con la luz. Pero en cuanto perciba el astro, no podrá resistir la tentación de contemplarlo en toda su plenitud, y abrirá los dos ojos para admirarlo mejor. Será el primer ser que finalmente podrá apreciar la verdad en su totalidad, pero la verdad es insostenible y Kindinya perecerá al descubrirla. La niña sólo tendrá tiempo para indicar a Oynog la posición del astro en el firmamento y luego se desvanecerá atrapada por la luz intensa. Su cuerpo desaparecerá para siempre, y en la terraza del mundo sólo permanecerán sus ojos, como dos canicas de porcelana, una negra y la otra blanca, que rebotarán en las losas de cristal de la terraza del mundo.

 

Kindinya morirá y nunca más habrá infancia, madurez o vejez, suerte ni destino.

 

Oynog, seguiendo la indicación de la niña, disparará su última flecha en el centro de la estrella y la extinguirá. Ya no quedará nada en el universo, excepto el vacío y dos seres, Oynog y Mayda. Y estos dos seres pronto se convertirán en uno, porque justo después de disparar su última flecha, Oynog se desplomará. Y con su muerte renacerá por fin el primer ser del mundo, cuya alma se escondía más allá de la noche, su padre Mordod, que de repente se levantará en el cuerpo de su hijo que acabará de morir.

 

Así pues, Mordod renacerá en el cuerpo de Oynog y oirá, en el suelo de cristal del balcón de los cielos, sonar dos canicas de procelana, los ojos de Kindinya. Cogerá las dos canicas, ofrecerá la negra a Mayda y guardará para él la blanca.

Mayda colocará en su rostro ciego el ojo negro de la destrucción y Mordod en su órbita ciclópea, el ojo blanco de la Creación. Y ambos podrán finalmente contemplarse con los ojos ingenuos de la infancia. Serán horribles, deformes, dos monstruos seniles desfigurados, pero se verán espléndidos al observarse con los ojos del otro.

Sí, Mordod y Mayda se volverán a encontrar, se perdonarán mutuamente y el amor de estos dos amantes finalmente revelará la verdad, tan cálida y luminosa como la que mató a Kindinya, pero a ellos no los quemará ni les deslumbrará. Mordod y Maydai finalmente podrán acceder a esta verdad que todos buscaron en vano y que ya no servirá para nadie ni nada.

 

El amor más puro y perfecto reunirá a los amantes que se convertirán en uno sólo, formando de nuevo la Armonía, que una vez se había dividido sin razón.

 

Y la Armonía, que mezcla todos los opuestos, la mujer y hombre, la noche y el día y todos los elementos, detendrá el tiempo para permitir que los amantes vivan en este cuerpo único la felicidad eterna.

 

Y así termina o comienza la leyenda del tiempo, redonda como el mundo, sin moraleja alguna, aparte de amar, amar una y otra vez para trascender el tiempo, aunque sea en vano ; la leyenda del tiempo, inventada sin más propósito que la de divertirnos un tiempo, aguardando la muerte.

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FIN 

PRINCIPIO

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