Poema 5: los llantos redentores.
Canto 1
En la cuarta edad, la guerra reinaba sin cuartel en el mundo, el sol se había eclipsado, y no se percibía ninguna luz de esperanza para un porvenir radiante.
Sin embargo esta luz existía, pero era minúscula y escondida en lo más profundo del lugar más secreto del universo.
En el corazón del bosque se encontraba un claro, y en corazón de este claro, se encontraba una cueva. En el corazón de la cueva, moraba Emya, la diosa de la sonrisa, y en el corazón de la diosa palpitaba el corazón de un embrión. Era el fruto de los amores entre Emya y Lyelos, un retoño que el dios había concebido antes de partir por Sidarap. Durante siglos el embrión se había quedado enclenque en el vientre de su madre, como si hubiera rechazado crecer en un mundo tan cruel.
Pero pronto el fuego amenazó el claro donde vivía Emya. La dama de la sonrisa se había quedado allí, en aquel joyero de flores, protegida de los tormentos del mundo desde el principio del eclipse. Sin embargo ahora, percibía a lo lejos las llamas que se tragaban los árboles, que engullían los matorrales. Furtivas sombras combatientes se movían en la hoguera rojiza. Eran Anozama y el pueblo de Kirwan, que luchaban contra los dragones y se encarnizaban para apagar el incendio. En vano, pues la madera no puede nada contra el fuego, y las fuerzas de Wefel avanzaban inexorablemente comiéndose el bosque, vomitando brasas y escupiendo cenizas.
Emya contemplaba su vientre. En poco tiempo, había cambiado y empezaba a hincharse para hacerse tan redondo como el mundo. Por mucho que la diosa hablara a su embrión, intentando convencerlo de que se quedara minúsculo, el retoño parecía resuelto a salir de las entrañas de su madre en el momento menos propicio.
Emya contempló la cortina de humo que cercaba el claro y de repente, tuvo una fuerte contracción. El niño quería nacer, en ese mismo instante. Entonces la diosa se tumbó y se quedó inmóvil. Esperó que el niño saliera, y que luego las llamas vinieran a apoderarse de los dos cuerpos en su lecho de musgo. Cerró los ojos, dispuesta a dar la vida justo antes de perderla. De todos modos, pensaba, el tiempo de la discordia había llegado por su culpa, por culpa de su amor por Lyelos, y tal vez su muerte y la del fruto de sus entrañas apaciguaría el mundo.
En su lecho de musgo, ella esperaba, ofreciéndose en sacrificio a Wefel, el nuevo amo de Sidarap, que pronto la poseería, cómo la habían poseído los dos anteriores reyes, Elyor y Lyelos. Se ofrecía, ciertamente, pero se ofrecía marchita y el dios de guerra que pronto vendría a besarla con su aliento de fuego sólo se encontraría con un cuerpo consumido y un retoño mortinato.
Cerró los ojos para siempre, decidida a nunca volverlos a abrir, y los cerró tan fuerte que vio multitudes de puntitos luminosos debajo de sus párpados, miles de luciérnagas bailando. Esta luz formó poco a poco en sus pupilas veladas la silueta de una niña alada, parecida a una mariposa. Y la criatura le habló en su mente:
“Madre, ¿qué estás haciendo? ¿Quieres que me muera nada más nacer, devorada por las llamas?
- No hay otra solución, hija mía, contestó la diosa en sus sueños. Wefel destruyó el bosque y viene a buscarnos. ¿Pero por qué quieres nacer ahora, si es para morir enseguida después?
- Si yo vivo tan sólo un instante y tengo el tiempo de sonreír a mi madre, entonces este instante habrá merecido la pena. Por eso quiero vivir. Pero tú, ¿por qué quieres matarme?
Estas palabras resonaron entre las sienes de la diosa, y poco a poco el sueño dio lugar a la pesadilla. El hada mariposa se transformó, en una especie de crisálida invertida, para tomar la forma de una larva inmunda. Emya reconoció entonces el rostro de Olbaïd, que le dijo con una voz estridente:
“Ya mataste a un primer hijo, madre, ¿qué te importará matar a otro?
- ¡No!, gritó la diosa. Yo amo a esta niña. Es el fruto del amor, es un ser inocente. Debo salvarla.
- Todos los niños son inocentes, contestó el bastardo. Yo también lo era al nacer, y sin embargo tú me abandonaste.
- Lo lamento de todo mi corazón, hijo mío. No supe amarte, ¿pero tú sabrías perdonarme?
Tras estas palabras, Emya vio una lágrima derramarse en las mejillas del bastardo. Pero finalmente éste logró contener su emoción y volvió a hablar:
“¿Y si te dijera que esta niña algún día provocará la muerte de la humanidad entera? ¿También merecería ser salvada?
- Sí, contestó Emya, pues la niñez es inocente, y nadie puede juzgar a un ser mientras es niño. Los inocentes no cometen crímenes.
- ¡Necedades! El inocente puede cometer crímenes, aunque no sea responsable de ellos. Yo te digo que esta niña condenará a los humanos. Ahora que lo sabes, puedes elegir con toda tu consciencia, o te dejas guiar por tu amor egoísta y salvas a tu hija, o eres razonable y la tiras al fuego.”
La larva inmunda desapareció de repente de la mente de la diosa y en su lugar volvió la niña, sonriente y hermosa, que apaciguó el sueño de su madre. Pero de repente Emya vio las alas de la niña mariposa incendiadas y oyó a su hija gritando:
“¡Madre, madre! ¡Sálvame! ¡Me estoy quemando, me estoy quemando!”
Emya se despertó en un sobresalto. Un carbón ardiendo acababa de saltar en su barriga. Alrededor de la diosa, las llamas bailaban y silbaban reclamando su cuerpo.
“¿Pero adonde debo ir, hija mía? ¡No hay refugio, en ningún sitio!”, gritó en medio del fuego. Pero no obtuvo ninguna respuesta, estaba sola en la hoguera y su hija luciérnaga había desaparecido.
Cerró los ojos, se armó de valor y saltó en el fuego. Sorprendentemente, atravesó las llamas sin una sola quemadura. Olvidó el sueño premonitorio, pues no era el momento de dudar. Debía escapar, lo más rápidamente posible, y salvar a su hija.
Canto 2
Emya avanzó como pudo hasta la linde del claro. Más allá, los árboles no eran ya más que gigantescas antorchas y los matorrales muros de llamas.
Iba a lanzarse a las llamas, cuando de repente, como surgida de ninguna parte, una silueta negra le impidió el paso. Era el perro lobo de Anozama que gruñía para impedir que la diosa se marchara del claro. El animal había recibido la orden de guardar el lugar y estaba obedeciendo, sin entender que retener a la diosa significaba condenarla a morir en el incendio.
Emya quiso acercarse al perro y acariciarlo para enternecerlo, pero éste, enloquecido por el incendio, le mordió la mano. La diosa, asustada, dio un paso atrás. De repente, desde una rama calcinada, surgió otro lobo y saltó sobre el animal de Anozama. Era el lobo que había acogido a Olbaïd en su manada antaño, el más furioso, el más enrabiado de los lobos, que aprovechaba el incendio para desafiar a su enemigo de siempre.
Emya se mantenía de pie, delante de las dos fieras, sin atreverse a moverse. Daban vueltas uno frente al otro en un baile siniestro, con las orejas agachadas, los músculos tendidos, los morros espumosos, los ojos enrojecidos por el odio y el humo. Emya ya no lograba distinguirlos. El buen perro se había convertido en la misma bestia rabiosa que su enemigo. De pronto se abalanzaron el uno sobre el otro y se quedaron abrazados en un beso salvaje, para formar un sólo monstruo de cuero y sangre, garras y colmillos.
Emya recogió del suelo una rama con la punta afilada por el fuego y la agarró contra su pecho esperando el desenlace del combate. El perro guardián logró por fin proyectar al lobo en la hoguera y la criatura de Olbaïd empezó a arder, torciéndose como un diablo y aullando de dolor. El perro de Anozama había triunfado pero estaba malherido, cubierto de quemaduras y de llagas. Enajenado por su lucha fraternal, aterrorizado por las llamas, ahora gruñía contra la diosa y avanzaba hacia ella enseñando los colmillos. Entonces, sin dudar Emya, con todas sus fuerzas, clavó la estaca humeante que tenía en sus manos en la garganta del animal y lo mató de golpe.
Levantó la cabeza, atónita, asqueada por haber asesinado a su fiel perro guardián. El fuego la rodeaba entera y la humareda le impedía adivinar la menor salida, pero en la bruma cobriza apareció de nuevo delante de sus ojos la niña mariposa, que parecía indicarle un camino entre las llamas. La diosa entonces se lanzó a ciegas en la niebla opaca y corrió tanto como pudo en la inmensa hoguera. Sus pies se desgarraban en las brasas, su pelo rubio chispeaba en el incendio. Pero no sintió ningún dolor y siguió sin vacilar la luz que bailaba delante de sus ojos enseñándole el camino. Atravesó el fuego por fin, ardiente del amor que la había despertado, y luego continúo, guiada por la luciérnaga que seguía viva detrás del incendio.
Siguió el sendero del amor por la fosas comunes que cubrían la tierra, anduvo en los osarios en el corazón de los ejércitos muertos, a la sombra de los cuervos que laceran los cuerpos caídos sin gloria, corrió hasta perder el aliento por desiertos de cenizas, cauces polvorientos de torrentes apagados, valles humeantes; y la luz ínfima, evanescente, de la niña mariposa la llevó finalmente hacia un manantial evaporado.
Retiró las piedras que obstruían la fuente y el agua clara brotó y trazó el camino insinuándose entre las piedras. Cayó en cascada por la ladera de una montaña, luego se unió a una corriente rugiente en un valle perdido. Emya siguió el arroyo, que poco a poco se convirtió en río, y al final del viaje llegó al mar.
Contempló desde lo alto de un acantilado las olas que rompían en la roca, abajo el arenal y a lo lejos, el horizonte tranquilo que reflejaba el eclipse. Por fin entendió por qué la niña que tenía en su vientre la había llevado tan lejos: más allá del tumulto, más allá de la línea entre el cielo y el agua, más allá de la noche, estaba su amor, Lyelos, prisionero en una isla en los confines del mundo.
Emya se quedó de pie ante el viento rebelde que tamborileaba entre sus sienes. Ya estaba imaginando su cuerpo desgarrado, proyectado por la resaca sobre las rocas, y las olas teñidas de su sangre. Ya no discernía la luciérnaga delante de sus ojos, en su lugar había miles de puntitos blancos que volaban en la noche. Eran gaviotas que chillaban y se burlaban de la diosa acariciando la espuma de las olas con sus alas ligeras, incitándola a flotar con ellas en la brisa marina.
Emya cerró los ojos para ver mejor en su corazón, y los cerró tan fuerte que la mariposa volvió a surgir debajo de sus párpados. Entonces saltó, confiada en lo que sus sueños le dictaban hacer.
Canto 3.
Un delfín, enviado por Wae’l, rescató a la diosa en las olas y llevó su cuerpo inconsciente al reino sumergido del rey de los mares.
Afectado por el acto de amor Emya, que se había atrevido a desafiar a la muerte para encontrar a su amante, Wae’l decidió llevarla, sin despertarla, a la isla de las lindes del mundo, donde descansaba Lyelos y Elyor.
Cuando Emya abrió los ojos, estaba tumbada en una playa de arena dorada y calurosa. El suave oleaje, iluminado con destellos de eclipse, acariciaba sus pies. Pero de repente, la diosa sintió que su vientre hinchado se endurecía, y se apresuró a buscar un refugio para dar a luz. Se abrió camino a través de exuberantes y desconocidas plantas, y pronto encontró una choza de bambú en un valle fluorescente donde cantaba un arroyo.
En la cabaña adivinó dos cuerpos dormidos, y no tuvo dificultad en reconocer a los dos padres de sus hijos, Lyelos y Elyor. Ella se lanzó y los besó a ambos, sin la menor vacilación, sin siquiera pensarlo.
Y Emya, que poseía en ella todos los amores, el de la madre, de la amante, de la tierra, perdonó a su padre que la había ultrajado y su amor logró despertarlo. La bondad de la diosa le había permitido renacer y Elyor ya no sentía ningún daño ni en su cuerpo ni en su alma. Sonrió a sus dos hermosos hijos que se estaban abrazando y dio su bendición a la pareja.
Poco tiempo después nació la niña, sin causarle el menor dolor a su madre y en lugar de llorar como todos los recién nacidos del mundo, se echó a reír. Nació con los ojos abiertos, y sus iris, que brillaban como el azabache eran como dos eclipses, pero eclipses alegres y titilantes. Por eso Emya llamó a la niña Ksüey, que significa "mirada".
En aquella isla olvidada que contenía todos los amores del mundo, la Armonía había vuelto, reminiscencia furtiva de los tiempos eternos, anulando la noche. Bajo la luna negra del eclipse, el sol renacido parecía haberse ensanchado y teñido de oro y plata. Las estrellas también eran más intensas, exigiendo con su impaciente fulgor un nuevo amanecer. La luna aún estaba allí, inamovible en medio de la noche, mofándose del sol, pero por fin el momento de desalojarla del firmamento había llegado.
Elyor quería redimir su culpa y marcharse cuánto antes de la isla para reconquistar su reinado. Lyelos decidió acompañarlo. Se despidió de Ksüey y de Emya, y luego, con los ojos húmedos por el adiós, salió de la choza y siguió a su padre hasta la playa. Los dos dioses vieron a un delfín saltando en las olas y le pidieron que fuera a buscar a Wae’l, el rey de los océanos, para llevarlos a las orillas de la tierra de los hombres. Pronto vieron el navío del soberano, acercándose a la isla.
Canto 4.
Lyelos y Elyor embarcaron en la nave de Wae’l, pero el rey de los océanos no dijo una sola palabra. Durante el viaje se mantuvo solitario, taciturno, de pie junto a la proa, escudriñando el horizonte. Elyor pronto se dio cuenta de que el señor de las aguas estaba llorando.
"¿Qué te ocurre? Le pregunto.
Wae’l se dio la vuelta y finalmente declaró, ahogado por sus sollozos:
"Ay, todo esto es mi culpa. Quería tanto la paz que me negué a ver la guerra. Podía haber fabricado barcos para transportar a los hombres y animales de todo el mundo lejos de aquel incendio, fuera del alcance de la ira de Wefel, y dejarles que vivieran seguros en islas en el corazón del océano. Desde el principio de la guerra, podía haber ido a buscar a Emya en el claro del bosque y la podía haber trasladado a la isla perdida dónde le aguardaba Lyelos. Pero no hice nada más que ignorar las masacres y esconderme en mi reino secreto, negándome a actuar y a salvar a los humanos. Peor aún, me enriquecí con la guerra, entregué armas a todos los bandos, aproveché las hambrunas para vender grano por cien veces su precio. Pensaba que era humilde, que era bondadoso… En realidad sólo era un codicioso y un cobarde. "
Elyor escuchó estas palabras, e inmediatamente perdonó a Wae’l, su hermano, su alter ego. Pero el rey de las olas siguió llorando, y lloró tanto y tan fuerte que se dice que fueron sus lágrimas las que salaron el océano.
Los dioses finalmente desembarcaron en la orilla del mundo de los humanos, y allí, en la playa, los estaba esperando Rya’l, la diosa del viento. Ella también estaba llorando a lágrima viva. Elyor le preguntó por qué, y la dama del viento respondió:
"Ay, todo esto es mi culpa. El viento de la libertad puede apagar una llama pequeña, pero solo logra propagar el incendio. Al negarme a tener un rey en el universo, dejé que el tirano tomara el poder, sembré la confusión en la mente de los humanos. ¡Cuántos crímenes se han cometido en mi nombre! "
Elyor escuchó estas palabras y también perdonó a Rya’l; entonces ella silbó y dos gigantescas águilas aparecieron en la noche, para aterrizar a los pies de los dioses. Ella ofreció estas monturas a Elyor y Lyelos, para que la siguieran por los caminos del viento.
Rya’l, el espíritu libre, que rechazaba a los reyes, había juzgado la guerra y sus atrocidades, y entre la paz y la libertad finalmente había elegido la paz. Y Rya’l, mientras volaba sobre el mundo lloraba lágrimas amargas y la lluvia se derramaba de sus ojos grises. Sus sollozos cayeron sobre la tierra ardiente, y dondequiera que la diosa se lamentó, las llamas se apagaron. La libertad reprimida, consciente de sus límites, lograba por fin aliviar el mundo.
La diosa voló sobre el bosque de Anozama, pero ahí, no consiguió detener el incendio. El fuego era más grande y más fuerte, pues se alimentaba de la madera de los árboles. Rya’l vio la silueta de la amazona, muy lejos en el mundo, defendiendo de los asaltos del fuego el primer árbol del mundo, que una vez había sido el cetro del rey, y ahora no era más que un tronco inmenso y calcinado.
Rya’l, Elyor y Lyelos volaron hacia Anozama y se posaron en el suelo. La dama del bosque bajó de su caballo y se arrodilló ante el soberano. Ella también estaba llorando, y cuando el rey le preguntó la razón, la diosa respondió:
"Ay, todo esto es mi culpa. La guerra reside en la naturaleza misma de los hombres. La envidia, los celos, la ira emanan de sus almas animales y se apoderan de su razón. Intentamos domesticar nuestros instintos, pero vuelven con fuerza, cuando tenemos miedo o nos sentimos acorralados, como el perro que yo había entrenado para proteger a Emya y que acabó mordiéndola. Envié a los animales más feroces a luchar contra el enemigo, pero las bestias a menudo no supieron discernir entre los hombres y se abalanzaron sobre todos a la vez, y en primer lugar sobre las presas más débiles, ancianos, niños, enfermos…”
Elyor perdonó a Anozama. La diosa secó sus lágrimas y se levantó para coger un hacha atado a la silla de su caballo. Luego, como símbolo de sumisión, taló en el tronco del primer árbol del mundo un nuevo cetro para el rey, que entregó a Elyor declarando:
"Soberano, acepta este presente de la naturaleza. Ella confía en ti y te ofrecerá sus frutos más hermosos si la cuidas correctamente. No estés demasiado ansioso por robar sus bienes, cultívala con humildad, con amor y medida, y verás cómo, año tras año, ella te lo agradecerá renovando su ofrenda. "
Lyelos y Elyor se subieron en sus águilas y se marcharon para conquistar los cielos. De nuevo sola, Anozama volvió a estallar en llantos. Sus lágrimas corrieron por la hierba reseca, el musgo marchito, los helechos humeantes, los arboles calcinados, y estas gotas de agua lograron vivificar las plantas y protegerlas del fuego. Anozama continuó llorando durante el primer amanecer de la nueva era, y desde entonces, en cada nuevo amanecer, llora en todas las plantas de la tierra para recordar aquel momento. Y así, se dice, nació el rocío.
En el cielo, Elyor cabalgaba junto a su hijo, y notó que éste último también sollozaba.
"¿Tú también estás llorando? preguntó el padre de los dioses. Ya nos hemos perdonado en su momento, y de todos modos, tu falta fue mucho menor que la mía, así que yo soy quién te pido disculpas por mis ofensas.
- Por desgracia, contestó Lyelos, mi dolor es diferente del de los otros dioses. Una vez abandoné a Emya, prefiriendo la venganza al amor, y ahora la dejo de nuevo cuando ella acaba de dar a luz, para viajar contigo y combatir la noche. Pero esta vez, yo no tengo más opción, no puedo abandonar la lucha como antaño lo hice en Nominor."
Ante estas palabras, Elyor reflexionó y respondió:
"Hijo mío, entiendo tu dilema. Así que te ordeno que luches contra la noche, pero también ordeno que nunca pases un día entero sin que hayas visto a tu esposa."
Lyelos miró a su padre, asombrado, luego cogió las riendas de su águila y cambió de rumbo para volar en dirección de la luna. Como antes del eclipse Tyunerion, asustada, fue a esconderse detrás del mundo. El sol por fin brilló en el firmamento y de nuevo se sucedieron los días y las noches. Y el sol naciente al difundir sus generosos rayos sobre el mundo, anunció una nueva era, la quinta edad del mundo, que llamaron "la edad del perdón".
El sol y la luna habían reanudado su curso incesante, persiguiéndose siempre pero sin alcanzarse nunca. Sin embargo ahora el sol, antes de cruzar la línea del horizonte y caer al revés del mundo, se daba un respiro. Lyelos descendía en cada atardecer a la isla feliz, en el occidente lejano, donde vivían Emya y su hija Ksüey, y el cielo durante un rato se tornaba melancólico, tierno, rosado o rubí. Los hombres entonces conocieron el crepúsculo, el beso del sol, que hace cantar los ojos y colorea los sueños. Luego, cada noche Lyelos, vigorizado por el amor, desaparece detrás del mundo. Aprovecha la ausencia de Tyunerion para ir al infierno en busca de las almas puras que murieron en el día, y regresa por la mañana por el oriente cargado con los destellos de las almas de los muertos rescatados, que él agrega al sol. Y el amanecer es pálido y azulado, porque las almas que vienen de los infiernos aún están temblando de miedo.
Canto 5.
Elyor, contemplando el nuevo amanecer, se envalentonó y voló sin cuidado hacia Sidarap, donde pensaba perdonar las faltas de Wefel, que estaba reinando en su nombre.
Por desgracia, como el perro guardián entrenado para atacar siempre acaba mordiendo a su amo, Wefel se había vuelto loco y no dejó que su amo entrara en sus aposentos. El señor de la guerra, desde la terraza de Sidarap lanzó sin previo aviso una jabalina de fuego a la montura del rey que volaba hacia él, y la estaca se plantó en el flanco del águila, incendiando su ala. Elyor cayó en la terraza del palacio celestial, y el ave derrotado se perdió en la noche. Dicen que en ocasiones excepcionales, se puede ver aún hoy día aquella águila malherida vagando por el cielo, parecida a una cometa humeante arrastrando sus pobres alas en llamas.
Elyor se levantó justo a tiempo para evitar un asalto del bárbaro. Lanzó su cetro relámpago, pero el fuego es capaz de absorber la fuerza de los rayos. Wefel, tras un corto espasmo epiléptico, respondió al ataque del rey con un grito ensordecedor que hizo temblar los cielos. El trueno retumbó después del relámpago, y desde entonces en cada tormenta siempre le responde a destiempo.
La tempestad estalló sobre el mundo, viril, estruendosa, y duró siete años. Durante siete años los dos reyes, en el apogeo de sus fuerzas, se abrazaron en una lucha sin cuartel, y durante siete años, acompañando el vendaval, Rya’l lloró su pena apagando el gran incendio en la faz de la tierra. De vez en cuando, el mundo de abajo recibía los restos de cristal procedentes de Sidarap, cuando el choque entre de los dioses provocaba el derrumbamiento de un muro del palacio celestial, y entonces el granizo destruía las cosechas de los hombres, como las reyertas de los poderosos aniquilan los esfuerzos de la gente humilde.
Pero al final del séptimo año, la tormenta se detuvo de repente, y el silencio se hizo en el universo, sumiendo a todos los seres del mundo en la angosta espera. Arriba en los cielos, la lucha parecía haber terminado entre los dos reyes.
En el suelo de cristal del palacio de Sidarap, ahogándose en ríos de sangre y fuego, yacía Elyor, herido de muerte, y Wefel estaba detrás, de pie, feroz, agarrando sus dos espadas de lava en sus puños, decidido a clavarlas en el corazón del rey.
Elyor lloraba, no por miedo a la muerte, sino por el mundo que no había podido salvar, y sus lágrimas mancharon el suelo de crital que reflejaba la cara del rey caído. Cerró los ojos y se acordó de Trom, su padre, cuando él, en su fogosa juventud, le había dado la muerte. Así que, mientras el dios del fuego se estaba preparando para ajusticiarlo, Elyor susurró : "Wefel, hijo mío, también te perdono a ti”.
El rey, tumbado boca abajo en el suelo de Sidarap esperó resignado el fatídico momento, pero el golpe de gracia no llegó. Escuchó pasos ahogados detrás de él, un traqueteo confuso y luego un grito ronco. Elyor abrió los ojos y a duras penas consiguió girar la cabeza para averiguar lo que había ocurrido.
Wefel había caído al suelo, vencido por los seres más débiles e insignificantes del mundo. Los frágiles jardineros del huerto celestial, que el tirano de Sidarap había reducido a la esclavitud sin dignarse a matarlos, habían triunfado sobre el más poderoso de los dioses, y con sus propias cadenas habían logrado capturar a su antiguo amo. Alrededor del dios prisionero, que estaba luchando en vano para liberarse, se encontraban cientos de hortelanos, que reían y gesticulaban mientras estaban consolidando los nudos que mantenían a su adversario prisionero.
Elyor pudo percibir, con sus ojos cercados de lágrimas, la silueta de una mujer que avanzaba hacia él con paso majestuoso. El rey permaneció cautivado por su espléndido aspecto, pero sólo logró reconocer aquella mujer cuando ella acercó su rostro al suyo. Entonces se acordó de aquella mirada, profunda y oscura, aquellos labios finos que sonreían tristemente, aquel rostro pálido y delicado, aquella cabellera azabache trenzada. Era Enwë, y la belleza oculta de la casta intendente fue de pronto revelada al rey de los cielos. Elyor sonrió a la mujer, antes de perder consciencia.
Y fue así como los sirvientes de Sidarap y su bella intendente permitieron que Elyor redimiera su culpa. Desde el principio de la lucha entre Wefel y Elyor, aprovechando la inadvertencia de los dioses, los esclavos del huerto habían deshecho sus ataduras. Huyeron hacia el palacio y Enwë, escondida en el corazón de Sidarap junto a Ayli, la madre del mundo, los había albergado; y durante los siete años de lucha entre los dos dioses, Enwë tejió, con las cadenas de los antiguos esclavos, malla tras malla, una larga red de acero para capturar el fuego.
Canto 6
Enwë encerró a Wefel en una jaula de cristal en el corazón del palacio celestial, y desde entonces el fuego esclavizado fue beneficioso para los hombres, el hogar se convirtió en el alma de cada casa, dando luz, calor, y protección contra las fieras.
Después de encarcelar al fuego, la hermosa ama de llaves se tumbó junto al rey moribundo. Sin una palabra, se inclinó sobre su cuerpo sangrante y besó cada una de sus heridas. Elyor se dejó besar en cada rincón de su piel, y los labios de la intendente aliviaron sus heridas y apaciguaron su alma.
Enwë le amaba tan bien, le amaba tan sinceramente, que el rey permanecía desarmado frente a ella. La casta intendente le había querido desde siempre, en secreto, sin decir una palabra, sin condiciones, sin celos, sin exigir nada a cambio. Ella había sido su sombra discreta y ahora estaba curando sus heridas manchando sus labios con sudor, cenizas y sangre. Por primera vez, Elyor no se sentía obligado a prometer o mentir para ser amado. Enwë le aceptaba entero, sin ninguna resistencia, en su crudeza, en su fealdad, en sus contradicciones, en sus errores pasados y futuros.
El rey de los dioses por fin conoció el poema de Enwë, que ella había estado cantando en secreto desde el principio de los tiempos. Los besos de la bella ama de llaves eran como el fuego doméstico, que calentaba e iluminaba el alma de su amante pero sin devorarlo ni reducirlo a cenizas.
Elyor, tocado a su vez por el amor, abrazó también a Enwë y le prometió su amor eterno. Su compromiso fue tan sincero que el rey de los siglos, mediante su beso, insufló a su amante el don de la inmortalidad. De este modo Enwë, que sólo era humana, se convirtió en diosa. Ciertamente, en aquella era del mundo, los hombres aún no habían sido condenados por el tiempo y no envejecían nunca, pero la muerte los acosaba sin descanso, tratando de provocar accidentes funestos, o empujando a otros hombres al crimen. En cuanto a los dioses, sólo podían morir de la mano de otro dios y su muerte nunca era irremediable. Su esencia permanecía viva, exhalando en el espacio, manando de seres y cosas, lista para materializarse nuevamente, cuando el amor de los hombres o dioses era lo suficientemente fuerte como para recordarlos. Y el amor de Elyor y Enwë era tan grande que nada podía aniquilarlo, ni siquiera la muerte. Los dos amantes hicieron, en el secreto de su alcoba de cristal, el juramento de que nada podría separarlos, de que permanecerían juntos para siempre.
Elyor, ofreciendo su amor a Enwë, selló el destino de los dioses. Al transmitir su aliento a su amante, el rey de los cielos perdió para siempre su don divino y dejó de ser Creador. Enwë era la duodécima y última diosa del universo, y desde entonces ya no habría nuevas estrellas, flores o piedras preciosas. Pero Elyor nunca lo lamentó, porque ninguna de sus creaciones podía haber superado en amor o belleza a la que prometió ser su esposa y reina del cielo. No, Elyor nunca se arrepintió de haberle dado a Enwë el regalo de la eternidad, su único pesar fue nunca tener descendientes. Pero se dice que Enwë, para consolarse se convirtió en la madre y protectora de todos los hijos de los hombres.
Los dos amantes se quedaron unidos durante un tiempo que pareció eterno. En aquel joyero de cristal en lo más alto del cielo, el tiempo se había parado de nuevo, la Armonía de nuevo reinaba soberana.
Pero el tiempo seguía su curso, inexorablemente. Una vez curado de sus heridas, Elyor tuvo que pensar de nuevo en los asuntos del mundo. Los dioses se habían reconciliado, sin embargo los humanos seguían luchando, los dragones y los gigantes seguían amenazando en el mundo de abajo. Había llegado el momento de pacificar la tierra, y para este fin, Elyor convocó a todos las deidades en Sidarap, para celebrar el regreso del rey, su noviazgo y organizar la reconquista que supuestamente ibar a hacer triunfar en la tierra una armonía similar a la de la edad de la concordia.
Todos respondieron a la llamada, a excepción de Wefel, que estaba preso, y de Tyunerion la luna, que temía a Lyelos. Pero todos los demás acudieron a la cita, incluso Olbaïd, aunque el pérfido dios sólo llegara al final de la fiesta.
Hubo un gran banquete en Sidarap. Por fin los dioses estaban juntos y para algunos de ellos era la primera vez que entraban en el palacio de cristal. Descubrieron el palacio con admiración y se entusiasmaron con la mesa mágica que se llenaba sola con los mejores platos, los mejores licores, obra de Enwë en la segunda edad del mundo.
Fue la coronación del amor y se celebró el compromiso de Elyor y Enwë, que prometieron casarse después de que el mundo recobrara la paz. Por supuesto, en aquel momento, nadie sabía que el enlace nunca tendría lugar y que la guerra nunca pararía en la tierra.
Cada uno de los dioses tenía un regalo para la futura reina del cielo. Anozama había tallado otro cetro en el árbol sagrado para Enwë. En realidad era mucho más pequeño que el bastón del rey, se trataba de una varita ligera y flexible, pues provenía de la primera rama que había florecido en el nuevo amanecer, y tenía el poder de hacer revivir lo que estaba muerto. Lyelos ofreció dos anillos de oro para cada uno de los prometidos, como símbolo de su union, Wae’l, una cascada de perlas que Enwë colgó a su cuello; Emya, una corona de lirios que ciñó en la frente de la diosa, y por fin Rya’l regaló un pañuelo tejido en las nubes.
La boda de Emya y Lyelos también se celebró, y como lo habían deseado, la ceremonia fue simple y deprovista de regalos, excepto la isla feliz en los confines del mundo donde ya vivía Emya, que Wael legó a la dama de las flores. La pareja presentó a su hija a los otros dioses, la adorable Ksüey, que cumplía siete años, y todos fueron conmovidos por la gracia de la niña con los ojos tan grandes, nacida de estos padres tan hermosos. Lyelos aprovechó la oportunidad para declarar a la asamblea que renunciaba al título de rey de Nominor y al de príncipe heredero de los dioses, ya que como se creía entonces, Elyor y Enwë pronto tendrían descendencia.
Se festejó la coronación del rey de las edades en su segundo reinado, que se anunciaba más armonioso que nunca. Elyor, con la sabiduría de la madurez y guiado por el amor, prometía gobernar con equidad y entereza en un mundo civilizado y razonable, donde la naturaleza domesticada ofrecía sus dones más hermosos, donde la libertad se matizaba con templanza.
Finalmente se celebró la fiesta del perdón y todos los dioses presentes se abrazaron y fraternizaron. Se alabó la magnificencia de Elyor, el encanto de Enwë, la humildad de Wae’l, el espíritu de Rya’l, la sabiduría de Anozama, la bondad de Lyelos, la gracia de Emya, la espontaneidad de Ksüey. Ayli también fue celebrada, pues la madre de los dioses por fin había dejado sus aposentos en el corazón del palacio y se había unido a la fiesta. La dama de los dos rostros había recuperado su aspecto radiante, su cara de alegría y juventud, pues esta nueva edad era esperanzadora. Ciertamente, el mundo aún estaba en ruinas, pero pronto renacería de sus cenizas, porque los dioses se habían reconciliado y su hijo finalmente se había convertido en el rey que ella siempre había esperado.
Canto 7
Olbaïd fue el último en acudir a Sidarap, y por lo tanto no participó en las fiestas de los dioses. Cuando entró en el palacio, el silencio se hizo de inmediato en la audiencia, y nadie supo por qué. El dios pérfido avanzó hacia el trono de su padre Elyor, se prosternó ante él y declaró:
"Mi señor, le pido perdón por no haber asistido a la ceremonia.
"No importa, respondió Elyor, ya estás perdonado, pues ya estás aquí ahora.
- Entonces yo también estoy perdonado, replicó el Dios con una sonrisa burlona, y me alegro mucho de ello, ya que últimamente parece costumbre pedir y conceder el perdón, yo no quería ser el único ser del mundo en perderme la gran absolución.
Se puso de pie y miró, arrogante, cada uno de los dioses presentes, uno tras otro, con determinación, y siguió hablando:
“Tal vez cometí otros errores además de llegar tarde a esta fiesta en la que vosotros os divertís tanto sin mí, no lo sé, yo sólo traté de ayudaros a buscar la luz cuando el mundo estaba en la oscuridad, pero desgraciadamente ninguno de vosotros poseía la verdad... Nunca, como vosotros, he aspirado al poder, ni he mentido. Tampoco me he manchado las manos con sangre, pero lamento profundamente haber fracasado en mi objetivo cuando buscabais la paz en vano. En cuanto a mí, sepáis que no merece la pena pedirme perdón, ni tú, padre, ni tú, madre, que me abandonaste, ni tú, Anozama, que intentaste matarme… No merece la pena pedir perdón pues como la culpa ya está hecha, ¿de qué sirve hablar de ello ahora? Yo no pido nada, ni siquiera el título de príncipe heredero, que debería ser mío de pleno derecho, porque, padre mío, yo soy tu hijo mayor, aunque tú nunca reconociste mi existencia.”
Elyor miró a su hijo bastardo, estupefacto. No había pensado ni por un momento que existía un heredero natural. Declaró con solemnidad:
“Olbaïd, tú eres mi hijo mayor y es cierto que deberías convertirte en el príncipe heredero, así que saludo tu humildad y agradezco que hayas renunciado a este título.”
Olbaïd respondió, fingiendo una reverencia:
"Padre, esta asamblea aqui presente es testigo de que yo nunca he reclamado nada, pero ahora que me acabas de explicar lo que debe ser, no me queda mas remedio que obedecerte y aceptar este título de príncipe heredero, por lo menos hasta que la reina Enwë tenga descendencia."
Elyor frunció el ceño, pensando que Olbaïd le había malinterpretado, pero no quiso rectificar delante de todos, por miedo a humiliar a su hijo bastardo en público, asi que asintió, pensando que pronto todo se resolvería, cuando nacería un nuevo príncipe. El dios pérfido, en su fuero interno, se alegró porque había logrado sus fines. Su padre era muy fácil de manejar, pensaba, y la asamblea de dioses, muy ingénua. Sin recurri a la mentira, había logrado convencerles de su humildad, les había hecho creer en su arrepentimiento, y nadie había sabido escuchar su verdadero discurso, porque en realidad él había declarado que no se arrepentía de nada y que no había perdonado a nadie. Sólo Lyelos parecía dudar, porque el consejo del bastardo, antaño, le había llevado a su decadencia, pero Olbaïd ya sabía cómo tratar con él.
No, Lyelos no era un obstáculo para el dios traicionero, tampoco lo era Emya, pues sabía que su madre sentía vergüenza por haberle rechazado al nacer. La única que temía en realidad era Enwë, aquella reina tan fiel, tan amorosa, que aún no había cometido ningún pecado. Olbaïd debía encontrar a toda costa su punto débil para controlarla. Se inclinó ante ella y le ofreció una caja adornada con clavos oxidados, en la cual había miles de capullos, y declaró:
"Mi señora, aquí está mi regalo para ti. Soy el amo de los insectos, y todos suelen considerarlos repulsivos y dañinos. Sin embargo, también pueden ser beneficiosos y engendrar maravillas, como las abejas que producen la miel más delicada. Aquí está mi ofrenda, pero como no sabía qué es lo más hermoso entre la seda o la mariposa, te dejo decidir: si prefieres la seda, tendrás que matar a la mariposa, pero si quieres la mariposa no tendrás la seda."
Para sorpresa del bastardo de los dioses, Enwë sin dudar abrió todos los capullos, pero justo después, aplicó la varita que Anozama le había regalado y resucitó a los gusanos, que se convirtieron enseguida en mariposas multicolores, que volaron libremente por todo el palacio.
Olbaïd dirigió a la reina su mirada más oscura, pero pronto, al ver a la pequeña Ksüey jugando en el fondo de la sala del trono tratando de atrapar a las mariposas, tuvo una nueva idea. Se acercó a Emya y le pidió permiso para pasear con la niña en los huertos de Sidarap, porque, dijo, quería conocer a su hermanastra. La dama de las flores al principio esbozó un gesto de rechazo, sin duda recordando el sueño que había tenido una vez en el que el dios traicionero condenaba a su hija, pero finalmente, se reprimió y aceptó la petición, pues no podía negarse delante de la multitud. Olbaïd cogió la mano de Ksüeyl, y la niña se fue con él, sin ningún temor, pues ella era la única que encontraba al dios pérfido hermoso como lo veía con sus ojos inocentes, y le llamaba “príncipe de las mariposas”.
La niña regresó pronto a la sala del trono, llorosa y temblorosa, con los ojos abiertos fijando la nada. Su madre la cogió en sus brazos, preocupada, y le preguntó la razón de su tormento. Ksüey contestó, sin parar de llorar:
"Miré por el balcón de Sidarap y… madre, ¡lo que vi era tan abominable! Era de noche, pero la tierra entera estaba iluminada por un gigantesco incendio que lo abrasaba todo. Había miles y miles de hombres y niños muertos, soldados que gritaban y se peleaban, monstruos sin rostro acechando en las sombras, dragones con lenguas de fuego que volaban y reptaban. Y también había un gigante con un solo ojo pero que no tenía mirada, giró la cabeza hacia mí y me gritó que quería robarme los ojos.”
Emya abrazó a su hija y Ayli, su bisabuela, se acercó para contestarle suavemente al oído:
"No viste nada, pequeña, no viste nada en absoluto. Eres demasiado pequeña para haber visto todo esto. Olvida, pequeña, aún tienes mucho que ver. El mal está en la tierra, pero nosotros te protegemos. Por ti lucharemos, por ti aniquilaremos los tormentos de este mundo. Cierra los ojos, niña, y darás cuenta al reabrirlos que todo lo que has visto habrá desaparecido para siempre."
Pero la niña había visto la guerra y no le convencieron los argumentos de su abuela. Mantuvo sus grandes ojos abiertos al mundo y decidió no volverlos a cerrar. También se negó a regresar con su madre a la isla perdida donde ambos vivían, y Emya finalmente tuvo que aceptar el ofrecimiento de Enwë: la niña se quedaría en el palacio con Elyor y su abuela Ayli, hasta que la paz reinara sobre el mundo.
Al escuchar estas palabras, la niña pensó: "Mientras exista la guerra, no volveré a cerrar los ojos ni tampoco creceré. No quiero ser mayor en este mundo tan cruel, todos los adultos son monstruos o mentirosos, no me quiero parecer a ellos nunca", y ella lo pensó tan fuerte que siguió siendo niña para siempre,hasta el final de los tiempos.
Así terminó la fiesta, brutalmente. Emya, antes de regresar sola a su isla perdida en los confines del mundo preguntó a Olbaïd, delante de todos los dioses, por qué había llevado a Ksüey al balcón de Sidarap y por qué le había enseñado el mundo de abajo, tan impactante para una niña. Olbaïd contestó:
"No, no se lo mostré... Al contrario, le repetí tres veces que no debía ir hasta el balcón ni mirar abajo, e insistí especialmente para que no lo hiciera, pero ella desobedeció."
La niña asintió y Emya pidió perdón a Olbaïd por haber sospechado erróneamente de él. Y el dios pérfido, en su fuero interno, se regocijaba, pues los dioses aún no sabían que no hay nada en el mundo más tentador que lo que está prohibido.