Poema 6: el tiempo del castigo.
Canto 1.
El cielo estaba alegre pero la tierra lloraba. No era más que una vasta fosa común cubierta de cenizas y ahogada por la lluvia. Los dragones sobrevolaban la tierra humeante, quemando lo que quedaba de vida en el páramo y los gigantes sacudían el mundo.
Las ciudades de los hombres estaban en ruinas y toda esperanza parecía perdida, pero Elyor en compañía de los demás dioses, un día bajó a la tierra para llevar a los humanos a la victoria.
Cada deidad comenzó reuniendo los supervivientes de los ejércitos de las tribus de las cuales eran protectores, y poco a poco, de batalla en batalla, de hazaña en hazaña, de sacrificio en sacrificio, las tropas del soberano celestial empezaron a tomar ventaja sobre la horda de sus enemigos. Después de trescientos años de guerras incesantes, Elyor, Wae’l y Anozama lograron liberar, una por una, las ciudades al Oeste de la gran hendidura de los duendes, pero en el Este, Rya’l fue derrotada, así que la diosa del viento vino con su gente a refugiarse en Gothrod, la fortaleza al Norte de la grieta, que acababa de ser tomada por el rey de los dioses.
Todo indicaba que la ciudadela de Gothrod sellaría el final de los combates, ya que allí se reunían todas las fuerzas favorables a Elyor y acudían todos sus adversarios, los gigantes procedentes del Norte aliados con los reyes de Gothrod, quienes soñaban con reconquistar su ciudad; y desde el sur, llegaban los condenados de Morkai liderados por las estrellas caídas y los bárbaros de Khand fieles a Wefel, que montaban en dragones.
Los enemigos del rey lanzaron numerosos asaltos a la fortaleza, pero Gothrod, construido sobre un pico rocoso, rodeado de siete muros, parecía perfectamente inexpugnable. Las tribus rebeldes empezaron entonces el asedio de la ciudad, pero la ciudadela tenía una multitud de laberintos secretos debajo de la montaña, algunos de los cuales llevaban a Valgir siguiendo la hendidura de los duendes, hasta los montes de ópalo y hasta el mar; y los dioses a menudo cogían estos subterráneos para abastecer la ciudad con el trigo de los reinos occidentales o para sorprender la retaguardia enemiga.
Después de treinta y tres años de asedio, los ejércitos del bando rebelde se habían debilitado considerablemente. En el mundo sólo quedaban doce gigantes al mando de Lyeo’l el ciego, siete dragones y las estrellas caídas, príncipes hechiceros de Morkai, eran tan sólo tres. Elyor estaba ideando una gran ofensiva que por fin liberaría el universo de sus monstruos. El ataque tendría lugar al alba del solsticio de invierno, y los ejércitos estacionados en el recinto de Gothrod esperaban impacientemente ese día.
Por desgracia, fue entonces cuando Olbaïd, que hasta entonces se había mantenido al margen del conflicto, decidió actuar. Fue a visitar al rey, la noche anterior al gran asalto final y le preguntó:
"Mi señor, ¿estás listo para la gran masacre?
- Sí, venceremos con toda seguridad, mañana será el día en que la paz por fin reinará sobre el mundo.
- ¿La paz ?, contestó Olbaïd. Pensaba que mañana sería un día de guerra, ¿me estaba equivocando? ¿No es extraño llamar "paz" a su contrario?
Elyor miró al bastardo, cauteloso, y el bastardo prosiguó:
"Mi señor, ¿recuerdas cómo lograste reconquistar Sidarap, cómo los dioses te permitieron ascender de nuevo al trono? No los castigaste, sino que les perdonaste. La fiesta del perdón te ha demostrado que el amor valía más que odio. ¿Lo has olvidado? Padre, si quieres la paz, ofrece la paz y no la guerra. La violencia engendra violencia, pero el amor llama al amor. Ama y perdona a tus enemigos, a todos tus enemigos, y tal vez la caridad podrá resolver este conflicto sin tener que derramar una sola gota de sangre. Déjame hablar con tus oponentes, promételes redención sin represalias, y verás cómo se someterán ".
Elyor reflexionó sobre estas palabras y después de un largo silencio respondió:
"Es cierto que, por el momento, mis enemigos no tienen más remedio que morir luchando. Los guerreros de Khand y de Gothrod son humanos, y sé que el humano es capaz de las peores cosas, pero también de las mejores. Todos estos hombres pueden ser salvados, tienes razón. Sin embargo la gente de Morkaï está condenada para siempre, los príncipes hechiceros los aparearon con bestias feroces o condenaron sus almas al infierno, su esencia es mala, no hay remisión posible. Y lo mismo ocurre para mis hermanos los gigantes, o para los dragones, que conozco desde el principio de los siglos. Son el mal encarnizado, unos monstruos viles que deben ser aniquilados. "
Olbaïd asintió y replicó:
"Los príncipes hechiceros, antes de ser caídos, eran estrellas espléndidas que brillaban en el firmamento y calentaban los corazones de los hombres. En cuanto a los gigantes, ¿no viste antaño a tu hermano Lyeo’l llorando la muerte de su padre? ¿No demostró este hecho acaso que los gigantes pueden sentir el amor? Y los dragones también pueden ser salvados, porque el mal absoluto no existe en la tierra. "
Elyor se rió:
"¿Los dragones? ¿Te burlas de mí? ¡Son las criaturas más horribles e infames del universo, desde los tiempos sin tiempo buscan destruir el mundo!
- Si te demuestro que los dragones son capaces de amar, ¿cambiarás de opinión y perdonarás a todas las criaturas de la tierra, sin excepción?
- Vale, que así sea”, respondió el rey, sorprendido.
Entonces Olbaïd sacó un huevo de dragón de su macuto y se lo entregó al rey de las edades, diciendo:
"Logré robarlo en el nido del dragón más poderoso del mundo. Esta noche, este huevo eclosionará, pues los dragones nacen durante los solsticios. Guarda este huevo contigo, yo voy a hablar con los ejércitos enemigos. Regresaré al amanecer con su promesa de rendición."
El diós pérfido se marchó. Por supuesto, no tuvo dificultad en convencer a los enemigos de Elyor, pues así evitaban ser aniquilados. Los gigantes también aceptaron la tregua, al igual que los príncipes hechiceros, y Olbaïd insufló el don de la palabra a los dragones para que pudieran dialogar con el rey.
El dios traidor volvió a ver a Elyor al amanecer, como había prometido. El dragón recién nacido estaba comiendo en la mano del soberano, sin tratar de morderlo; al contrario, buscaba la caricia frotando su cabeza en los nudillos del rey, que se estaba riendo al descubrir que el mal no es una fatalidad. El amor podía levantar las montañas y vencer a los seres sin la necesidad de recurrir a la fuerza. Elyor llamó al niño dragón Nogard, que significa "caridad", porque, explicó el entusiasta rey a su hijo, el nacimiento de esta criatura anunciaba una nueva era de caridad que triunfaría sobre la tierra y duraría para siempre. Los soldados se convertirían en poetas, los criminales serían tocados por la gracia y todos tendrían un lugar en el mundo, incluidos los gigantes, los dragones, y también Tyunerion, Lyeo’l y Wefel.
Olbaïd, escuchando las palabras de su padre, se echó a reír, ya que, una vez más, el dios traidor había evitado en el último momento la desaparición completa y definitiva del mal. Pues el mal existe, ciertamente no es absoluto, puede ser a menudo excusable, pero cuando se hace el mal, no puede ser olvidado ni reparado, como la muerte es un daño irreversible. Elyor, que pensaba haber actuado con sabiduría pronto se daría cuenta de que la remisión incondicional, el amor sin interés, no son más que ilusiones vanas, fantasías ingenuas. El soberano celestial estaba a punto de impartir justicia, pero él no sabía aún que el perdón sin castigo es al menos tan peligroso como el castigo sin perdón.
Canto 2.
Para estupor general, a la mañana Elyor se presentó delante de sus tropas vestido simplemente con una túnica blanca de lino y una capa, sin arma ni armadura. El rey ascendió a lo más alto de la torre más alta de Gothrod, que dominaba tanto la ciudad como la llanura, seguido por Noziar, escondido en su sombra. Una vez en la cumbre, pronunció un discurso dirigido tanto a sus ejércitos como a sus adversarios y, más allá de las montañas, al mundo entero:
"Amigos, en verdad os digo, dejemos las luchas fratricidas, quitemos nuestras corazas para que el amor traspase nuestros pechos y penetre en nuestros corazones. Abandonemos nuestros escudos, dejemos que nuestra única armadura sea la convicción de que, si los cuerpos son destructibles, por el contrario las almas son inmortales y el paraíso espera a los hombres caritativos, mientras que las almas pesadas de crímenes permanecen clavadas para siempre en las profundidades del infierno. Abandonemos nuestras espadas, dejemos que nuestros puños se aflojen y nuestras manos se abran al prójimo, y blandamos por fin el arma más poderosa del mundo, la del amor. "
Elyor se detuvo por un momento y se quedó tambaleándo frente a la multitud, pues sólo el silencio y el frío acompañaban su sermón. Miró a Olbaïd en la sombra que estaba sonriendo al pensar que, en nombre de un amor supuestamente desinteresado, su padre acababa de prometer a todos los violentos los tormentos del infierno para la eternidad, pero Elyor tomó esta sonrisa por un aliciente y continúo su arenga:
"Amigos, en verdad os digo, ha llegado el momento de hacer las paces entre nosotros. Cada pueblo de la tierra designará tres representantes, y cada dios será invitado también para sellar la paz entre los seres. Dentro de este consejo de humanos y dioses, todo se discutirá, libremente, y las decisiones que tomaré equitativamente tras escuchar cada una de las voces se grabarán en la pared de Gothrod, para que todos conozcan la nueva ley y que nadie pueda malinterpretarla o deformarla. Cuando por fin se hayan resuelto todos los conflictos, todos los hombres y todos los dioses inscribirán sus nombres en la parte inferior del muro, para que cada uno de nosotros recordemos para siempre este acuerdo y permanezcamos fieles durante siglos a nuestro juramento."
Los primeros en romper el silencio y aclamar al rey fueron los ejércitos enemigos, ya que después de escuchar durante la noche que Elyor les iba a perdonar la vida, se enteraban ahora que su voz se tomaría en cuenta. Por contra, en las filas de las tropas de Elyor, hubo un largo silencio, los hombres estaban desconcertados por el discurso de su jefe, tan distinto de los del día anterior; pero como los dioses que asistían al discurso, Rya’l, Wae’l y Anozama parecían aprobar al soberano, poco a poco la gente en la ciudad también comenzó a ovacionar a Elyor y el clamor pronto se volvió universal.
Se eligieron tres representantes en cada tribu, lo cual fue fácil, excepto para la ciudad de Arkheled, que no tenía rey sino siete arcontes, y para la gente inspirada por Rya’l, que no tenía amos y cuyos clanes se federaban libremente. Pero a pesar de ello, estas tribus aceptaron designar legados, pues lo que estaba en juego era demasiado importante como para dejar que las querellas se interpusieran. Sin embargo, Olbaïd ya se regocijaba, porque incluso antes de que comenzara el concilio, ya existían disensiones, y el dios traidor, que sabía mejor que nadie ver la verdad, ya había detectado grietas, todavía imperceptibles, en el muro donde las leyes del soberano iban a ser dictadas.
Pronto, la primera frase del rey de los dioses fue escrita en la pared, que decía: "nadie derramará la sangre de los hombres". La segunda fase se refería a dragones y gigantes, que no participaban en las conversaciones. Se les asignaban las regiones montañosas del norte del mundo, y los hombres se comprometían a dejarles vivir en paz en su territorio. Sin embargo, los gigantes y los dragones no se marcharon enseguida, permanecieron en la llanura de Gothrod, mientras esperaban que la humanidad ratificara este pacto en la parte inferior de la muralla.
Los signos grabados en el muro provenían de Arkheled, la ciudad de los poetas, que sabían dibujar las palabras, pero aparte de la gente sabia, pocos podían leer estos signos. Por lo tanto Rya’l decidió enseñar a la gente a leer y escribir, convencida de que el conocimiento hacía que los humanos fueran más libres y generosos. Después de cada reunión del consejo, la diosa del viento enseñaba a todos los que lo deseaban.
Olbaïd no apreciaba la escritura, pues pensaba que los escritos evitaban los malentendidos entre las personas y fijaban sus acuerdos para siempre. Así que encontró una estratagema para mitigar los efectos de esta nueva contrariedad: él también enseñó a los hombres a leer, sin embargo, enseñó de manera diferente a cada uno de los pueblos de la tierra, y pronto, para una misma inscripción, la gente de cada ciudad descifraba palabras diferentes, por ejemplo al leer la palabra "hombre", algunos entendían "humano, dios o gigante" y los demás "varón y adulto", unos leían "amor" cuando otros leían "compasión", y el término “justicia” podía significar “equidad” o "castigo", según las versiones de cada pueblo. Y así fue como nacieron las diferentes lenguas humanas, inventadas para confundir a las personas y evitar que fraternizaran.
Sin embargo el bastardo de los dioses, que siempre sembraba la duda en las mentes allá donde pasaba, comenzó poco a poco él mismo a dudar. Cada noche hablaba con su padre y este último ofrecía tanta compasión, parecía tan sincero cuando hablaba del arrepentimiento de sus faltas pasadas, de sus deseos, de sus temores, de su amor por la reina que por primera vez comenzó a surgir una emoción en el corazón del bastardo. El bien no existía en la tierra, Olbaïd lo sabía, sin embargo tal vez existían mejoras posibles a falta de perfección. Por lo tanto decidió, a partir del tercer mes después del comienzo del consejo, no interferir más en las negociaciones y contentarse con escuchar. Quería saber si los hombres podían o no salvarse por ellos mismos. Sin embargo, continuó enseñando a los hombres diferentes idiomas, ya que no podía aceptar la idea de una sola verdad, o la de una paz sinónima de renuncia al espíritu crítico, así que siguió declinando para los hombres los significados ocultos de cada palabra grabada en el muro sagrado de Gothrod. Por desgracia, pronto se dio cuenta de que, incluso revelando todas las facetas de la misma verdad, los hombres seguían mirando sólo fragmentos y recordando únicamente lo que querían escuchar. Comprendió entonces que, lejos de evitar la confusión, las palabras escritas tan sólo refuerzan los errores al mismo tiempo que encierran los conceptos en el tiempo evitando así su evolución.
No obstante, a pesar de estas contrariedades, el consejo tomaba decisiones unánimes cada día. En el tercer mes, cuando Olbaïd renunció a sembrar la confusión entre los hombres, se notó cómo la nieve disminuía gradualmente en los picos de la cordillera que rodeaba Gothrod, el frío desaparecía y miles de flores silvestres crecían en los valles. Comenzaba la primavera, nacida del amor entre los humanos.
Poco a poco, los soldados de los bandos rivales fraternizaron, menos la gente de Morkai que se había instalado en los desfiladeros más remotos, pero los hombres arrojaban ramos de flores desde las cimas de las montañas para ablandar sus almas y aliviar sus penas. Cada día peregrinos de todo el mundo, que habían abandonado sus posesiones para asistir al evento, establecían sus campamentos frente a la ciudad donde la paz se estaba escribiendo en la piedra. Los indigentes, los abandonados, los enfermos eran los más fervientes entre los fieles, y acudían cada atardecer, después de las reuniones del consejo, para ser curados por el rey de los cielos. Y cada mañana, los humildes inscribían sus peticiones en trozos de arcilla o de tela que deslizaban en las juntas del muro de Gothrod, para que el soberano pudiera conceder sus más preciados deseos.
Lamentablemente, después de la primavera, llegaría el verano, que caldea los humores y luego el otoño, que llora por el mundo y da muerte a lo que amamos, y finalmente el invierno y la nieve que lo cubre todo de un sudario inmaculado para que se entierren las últimas esperanzas... La paz y el amor, por supuesto, no pudieron triunfar sobre el mundo, y por una vez no fue culpa de Olbaïd, que se quedó callado, sino exclusivamente de los hombres.
Canto 3.
El bastardo de los dioses entendió, alrededor del sexto mes, que los hombres nunca podrían lograr la paz. El fervor popular había llevado al verano, la temporada de calor excesivo que marchita las flores y pudre las frutas. Los fieles rivalizaban con su piedad, los lisiados se empujaban entre ellos para ser curados por el rey de los cielos que no podía satisfacer todas las peticiones. En cuanto a las súplicas deslizadas en las juntas del muro de las leyes, como los guardias del consejo sólo podían seleccionar unos cuantos mensajes cada día, los fieles trataban de enfatizar sus mensajes, los escribían en hermosos tejidos o en piedras preciosas, hasta que Elyor notara el artilugio y ordenó seleccionar los mensajes más simples. Pero entonces ocurrió lo contrario, fue una pugna para lograr solicitudes con aspectos más humildes. Los peregrinos que acampaban frente a las murallas de Gothrod empezaban a ser alimentados por pobres campesinos que cultivaban para ellos en el valle, permanecían ociosos y se emborrachaban a costa de los crédulos haciéndose pasar por hombres santos, y mandaban esculpir ídolos que acababan siendo venerados, olvidando que sólo eran vulgares imágenes.
Olbaïd había perdido toda fe en los hombres, pero también estaba empezando a detectar más de una contradicción en las palabras de su padre. El bastardo leía, grabadas en la piedra, frases como "amarás a tu padre", "no desearás a la esposa de otro" o "amarás a tus semejantes". El amor se declinaba en imperativo y se convertía en una obligación; peor aún, su padre exigía a los hombres una virtud imposible, pues uno puede obligar a respetar a los demás, pero el amor no puede ser controlado. Los humanos por lo tanto se convertían en eternos pecadores cargados de culpas, que tenían que expiar sin cesar sus instintos considerados como impuros. Pero Olbaïd se dijo a sí mismo que, después de todo, esta quimera quizás podía convertirse en un aliciente para infundir a los hombres la necesidad de trascenderse a sí mismos. Por lo tanto, el dios pérfido decidió no cambiar de actitud y siguió observando cómo evolucionaban los humanos, preguntándose si, poco a poco, a pesar de sus defectos, lograrían mejorar el mundo. Por desgracia, no lo consiguieron.
En el solsticio de verano, el consejo, que hasta entonces había sido capaz de concertar leyes de manera unánime, se convirtió en el teatro de discusiones acerbas en la que se enfrentaban ideales irreconciliables, pues se empezaba a abordar cuestiones concretas sobre el gobierno de la tierra. Hubo, en particular, tres temas que consumieron la discordia y llevaron el mundo al otoño, la temporada de la muerte de las ilusiones.
La primera disputa surgió de una petición de Khand, la tribu bárbara y nómada que veneraba a Wefel. Khand no cultivaba ni sembraba y su territorio era un desierto infértil, por lo que sus gentes sobrevivían gracias a sus expediciones bélicas para robar el trigo de las ciudades del norte o por imponer tributos que los granjeros pagaban para evitar represalias. Elyor respondió que los hombres no podían ser amenazados, pero que el pan debía ser compartido. Los legados de los pueblos agrícolas dijeron al rey de los cielos que la tierra pertenecía a quienes la cultivaba, que el trabajo debía ser recompensado y que si el desierto era infértil era porque la gente de Khand antaño había saqueado su propia tierra. La decisión fue difícil de tomar, y Elyor lamentó amargamente que sus siete años de lucha contra Wefel convirtieran los huertos de Sidarap en campos de cenizas.
Después de muchas conversaciones, Elyor, tratando de contentar a ambas partes, finalmente hizo grabar esta frase en el muro de las leyes: "Los hombres que tienen suficiente alimentos para vivir decentemente deben dar a aquellos que padecen el hambre una séptima parte de sus cosechas." Desafortunadamente, esta frase no satisfacía a nadie, ni a la gente de Khand que se sentía condenada a la miseria y que recurriendo al pillaje había obtenido mayores ganancias, ni a los pueblos agricultores, que no entendían por qué tenían que trabajar para los ociosos. Pero los que más se ofendieron fueron los herreros de Faerior y también los pueblos de Eflén y de Astald junto con el dios Wae’l, ya que todos ellos tradicionalmente compraban alimentos y vendían objetos, herramientas o armas. Por culpa de la ley de Elyor, ya no podían comerciar con el trigo ni otros productos agrícolas, ni siquiera a precio de oro, y en los años de escasez debían contentarse con una pequeña porción de la cosecha que tenían que compartir con todos los pueblos más pobres de la tierra. Wae’l, para quien el trabajo era el único valor sagrado, se enfadó y dejó el consejo, y así empezó el mes de los aguaceros.
La segunda disputa fue entre la gente de Asgalien, inspirada en Rya’l el viento y los príncipes hechiceros de Morkai. Elyor había pretendido, al comienzo de las reuniones del consejo, abolir las diferentes tribus para crear un solo pueblo humano, pero los hombres parecían apegados a sus costumbres, a sus reyes o a su ausencia de rey, y el padre de los dioses tuvo que aceptar finalmente que el mundo estuviera gobernado por leyes diferentes. Propuso entonces, para evitar conflictos futuros, que las fronteras definitivas entre los pueblos debían ser las que existían antes del comienzo de la guerra, al principio de la cuarta edad del mundo. Por desgracia, la tribu de Morkai había aparecido después y los meteoros habían caído en las llanuras meridionales de Asgalien, obligando a una gran parte de la población a huir hacia tierras inhóspitas, mientras que el resto permanecía prisionero de los príncipes hechiceros.
Elyor, después de escuchar los argumentos de ambos bandos, tomó la siguiente decisión, que hizo grabar en el muro de las leyes: "Las fronteras entre las tribus humanas serán las que existían antes de la guerra, y la gente de Morkaï poseerá la región de los meteoros, antiguamente poseída por la tribu de Esgalien. Sin embargo, todos los humanos serán libres de moverse donde quieran en el mundo.”
Lamentablemente, esta frase tampoco satisfacía a nadie, ni a la gente de Asgalien que ahora debía someterse a una ley extranjera si querían seguir viviendo en las tierras más fértiles, ni a los príncipes de Morkai, que ya no podían retener a sus gentes en su territorio. Los pueblos agricultores también recelaban de esta frase, ya que de aquí en adelante los hombres podían ir a donde quisieran, y temían que la gente de Khand o incluso las tribus más pobres pudieran migrar hacia sus territorios, para terminar invadiéndoles sin ni siquiera tener que luchar. Pero la más vehemente fue Anozama, la diosa de la naturaleza, cuando escuchó la sentencia del rey, pues desde entonces la tierra, que nunca había pertenecido a nadie, se había de repente atribuido por completo a los hombres. La diosa del bosque abandonó al consejo, y entonces comenzó el mes de las primeras heladas, que hacen morir las flores.
La tercera disputa nació, nuevamente, con las quejas de las gentes de Esgalien, que no podían aceptar tener que obedecer a los príncipes hechiceros, a quienes consideraban como tiranos. Elyor les dio la razón y decretó que los hombres tenían derecho a oponerse a sus gobernantes cuando estos abusaban de su poder. Sin embargo los príncipes hechiceros argumentaron que los hombres tampoco podían interpretar la justicia con su propio criterio cada vez que lo deseaban, y que los humildes a menudo ignoran las razones de los poderosos y las medidas que a veces ellos deben tomar por el bien común, en detrimento de algunos. Los legados de Arkheled, mientras tanto, exigieron que todas las personas tuvieran el mismo gobierno que ellos, ya que los ciudadanos, al elegir a sus representantes, evitaban a los déspotas, pero desgraciadamente la historia no les daba la razón, pues muchos tiranos habían logrado gobernar durante la guerra civil en aquella ciudad.
Elyor, finalmente, mandó grabar la siguiente frase en el muro de las leyes: "Los hombres respetarán la ley de quienes los gobiernan, pero si estas leyes contradicen la ley celestial, entonces podrán reclamar justicia a los legados del rey de los cielos. En cada tribu habrá un templo, donde permanecerán los representantes de Sidarap, elegidos entre los hombres más sabios y venerables, que colectarán el impuesto y mediarán entre hombres y reyes, y estos representantes no obedecerán a nadie excepto al soberano de los cielos". Sin embargo, por tercera vez, nadie parecía satisfecho con la decisión de Elyor: los gobernantes de casi todas las tribus temían ver aparecer una nueva clase sacerdotal que amenazaba su poder, y la más indignada era Rya’l el viento, pues entendía que estos legados, encargados de recoger la séptima parte de las cosechas y dictar sentencias de justicia, serían corrompidos con demasiada facilidad por los príncipes. Además, los déspotas ya no podían ser destronados directamente por el pueblo, sino mediante la intercesión de otras personas que desconocían las contingencias de la gente pobre. Por estas razones Rya’l abandonó el consejo, y su partida marcó el comienzo del mes del aquilón.
El invierno había aparecido en el valle de Gothrod y el calor humano había desaparecido del corazón de los seres, que se juzgaban constantemente y discutían sin cesar. Para todos, la paz ya era una quimera inalcanzable. Pero fue entonces cuando Olbaïd habló, uno a uno, a cada legado de los hombres y a cada dios. Nadie sabe ni sabrá nunca cual fue su discurso. ¿El dios decidió preservar la obra de su padre, o, como dicen los hombres con demasiada facilidad para quitarse toda culpa, el bastardo de los dioses manipuló de nuevo a todos para llevar el mundo a la tragedia? Esta cuestión no se zanjará nunca. En todo caso, el hecho es que el hijo bastardo de Elyor logró convencer a todos de que renunciaran a los vanos altercados para aceptar el compromiso propuesto por el soberano celestial y para firmar en el muro de Gothrod.
Canto 4
La ceremonia del juramento tuvo lugar el día del solsticio de invierno, exactamente un año después del día de la homilía de amor de Elyor en la torre más alta de Gothrod.
El rey estaba sentado al pie de las murallas de la ciudad, que los hombres y los dioses habían cubierto de inscripciones. Estaba vestido con una toga de lino y coronado simplemente con una diadema de mimbre, como símbolo de humildad, pero guardaba dos atributos reales, su cetro en el puño y una capa púrpura que cubría sus hombros.
Los primeros en jurar fueron los dioses Wae’l, Anozama y Rya’l, quienes, tras firmar en el muro, se colocaron al lado del soberano. Justo a la derecha de Elyor, quedaba un asiento vacío, pues el lugar estaba reservado para Olbaïd, el príncipe heredero, quien, según se había acordado, sería el último en formular su juramento. Los dioses ausentes de las conversaciones habían enviado emisarios y prometieron al rey que firmarían abajo del muro en la víspera de la boda de Elyor, que se había fijado en el siguiente solsticio de verano.
Luego fue el turno de los treinta y seis legados del concilio, quienes, después de postrarse ante Elyor y haber marcado sus nombres en la piedra, se sentaron a ambos lados del grupo de los dioses, formando un hemiciclo.
Posteriormente, se había planeado que cada soldado, uno por uno, dejara sus armas a los pies del soberano celestial antes de firmar en la muralla. Olbaïd intentaba organizar a la multitud de los hombres que estaban esperando su turno para jurar, pero eran tan numerosos que la fila se extendía más allá del valle, bordeando las murallas que antaño habían construído el pueblo de Gothrod para contener las hordas de los gigantes, hasta alcanzar el mar. Además, los ejércitos de Morkai permanecían en el valle detrás de la ciudad, junto a dragones y gigantes, pues su juramento debía tener lugar durante a noche. El bastardo de los dioses pensó entonces que era imposible hacer jurar individualmente a cada persona en un solo día, así que pronto decidió reunir a los hombres en grupos de treinta y seis, el mismo número que los miembros del consejo, cuidando que estos conjuntos estuviesen compuestos por tres representantes de cada una de las tribus humanas.
Pero, ¿realmente fue una mera cuestión de organización que llevó al bastardo a disponer así a los grupos de humanos para el juramento? En efecto, desde entonces, eran tropas enteras las que se acercaban al padre de los dioses, grupos de treinta y seis guerreros que acudían con sus armas antes de abandonarlas a los pies del soberano. La tragedia era inevitable: mil grupos pasaron durante todo el día para arrodillarse y entregar sus armas sin ningún problema, sin embargo el grupo mil y uno, al llegar el crepúsculo, se comportó de manera bien distinta.
Los treinta y seis soldados del grupo número mil y uno avanzaron hasta el corazón del hemiciclo, como lo requería el ritual, se postraron, pero en vez de tirar sus armas al suelo, de repente se levantaron como un solo hombre para atacar a Elyor. En un instante, el rey fue atravesado por doce lanzas. Elyor cayó de golpe, agonizando en un charco de sangre, el cuerpo treinta y seis veces herido. Los criminales, aprovechando el asombro general, se habían perdido en la multitud.
Inmediatamente, los dioses horrorizados se arrodillaron alrededor del cuerpo del rey. Elyor aún estaba vivo, y logró pronunciar estas palabras, en un estertor: "Perdonad a estos hombres, porque ellos mismos se han castigado al rechazar el amor del mundo".
Fue el comienzo de una gran confusión. Hubo un clamor en la multitud, algunos de los fieles se echaron a llorar, golpeando sus rostros y pechos en señal de expiación, pero otros empezaron a buscar a los asesinos en la muchedumbre, y al no encontrarlos, se pusieron a sospechar de todos los grupos que aún estaban esperando su momento para jurar. El rumor sobre el deicidio se extendió en la fila de los hombres, como una ola que se vuelve cada vez más violenta al deformarse sobre el mar y termina rompiéndose con fuerza contra la orilla. Pronto tuvieron lugar los primeros altercados entre los hombres, cada uno acusando al otro del crimen, y como los grupos estaban compuestos por personas de diferentes tribus que ya no hablaban el mismo idioma y no podían entenderse entre sí, se iniciaron al mismo tiempo miles de reyertas, desde Gothrod hasta el océano.
Sin embargo, al pie de las murallas de la ciudad, todavía no había tenido lugar ninguna pelea, tan sólo silencio y consternación. Olbaïd se acercó a su padre y abrazó su cuerpo magullado, y quienes asistieron al evento afirmaron más tarde que el bastardo de los dioses dejó caer una lágrima en sus mejillas. Los otros dioses y hombres estaban alrededor, inmóviles y aterrados.
Pronto se oyó un estruendo en las montañas adyacentes, y de repente los humanos que estaban esperando frente a los muros de Gothrod fueron aniquilados por siete llamas de lava. Eran los siete dragones que quedaban en el mundo, quienes aprovecharon este momento de consternación para atacar la ciudad. Cruzando el paso que conducía al valle, los gigantes corrían a echarles una mano, seguidos por la legión de los condenados de Morkai aullando a la luna que acababa de aparecer entre los picos nevados.
Los dragones se abalanzaron sobre el muro de Gothrod para demolerlo y proyectaron los bloques arrancados sobre los hombres que corrían en todas direcciones, enloquecidos. Olbaïd fue el primero en recobrar su cordura. Se levantó para ordenar a los guardias de Gothrod que distribuyeran lo antes posible las armas que los guerreros habían abandonado a los pies de Elyor, porque el tiempo de la guerra había vuelto, pero el rey moribundo aún tenía suficientes fuerzas para exclamar: "¡No! ¡No existen otras armas que el amor! ".
Olbaïd contempló a su padre y, de repente, todo el amor que había nacido en el corazón del bastardo se convirtió en odio. De pronto entendió cuál era la bondad que profesaba su padre, este sentimiento artificial que llevaba a los hombres a aceptar sin quejarse ser masacrados. El dios pérfido, entonces, se levantó y corrió a esconderse al pie del muro. Luego, una vez en la sombra, recogió una piedra afilada que los dragones habían tirado al suelo. Olbaïd pudo distinguir en el guijarro una palabra grabada, que pertenecía a la primera frase del rey de los cielos, "nadie derramará la sangre de los hombres". Sonrió con amargura, apretó la piedra en su puño, y luego, sin ningún remordimiento, la lanzó con todas sus fuerzas contra la sien de su padre. Tyunerion la luna acompañó el gesto del dios, y así murió Elyor de la mano de su hijo bastardo.
Canto 5
Por primera vez Olbaïd había derramado la sangre con sus propias manos, pero no se detuvo para medir las consecuencias de su gesto, sino que corrió hacia el cadáver del rey y se apoderó del cetro del poder. Lo lanzó tres veces contra los dragones y el bastón regresó tres veces a la palma de su mano. Tres dragones cayeron al suelo, y las otras cuatro restantes huyeron espantadas.
Olbaïd luego fue a ver a los soldados que guardaban las armas de los guerreros amontonados al pie del muro, y nuevamente ordenó que se los distribuyeran a los hombres. Pero los guardias, que no habían entendido que Elyor acababa de morir, se negaron a obedecer, y cambiaron de actitud sólo cuando los demás dioses confirmaron, con voz temblorosa y grave, la muerte del soberano, lo que significaba que de ahora en adelante el bastardo se había convertido en el nuevo rey de los cielos.
El dios pérfido miró con desdén a estos estúpidos soldados, capaces de obedecer dos órdenes contradictorias en un momento, y luego observó a los humanos que se agitaban frente a la ciudad, buscando desesperadamente a un nuevo líder para esclavizarse y renunciar a sus libres albedríos, y el dios sintió una profunda animadversión.
Designó a doce hombres entre los fervientes adoradores del rey caído y les ordenó discretamente que llevaran el cadáver de Elyor dentro del palacio. Y el dios pérfido, que ya no tenía nada que hacer en compañía de los hombres, siguió el séquito fúnebre hasta el corazón de la fortaleza.
Olbaïd cubrió el cuerpo de su padre con un sudario de seda blanca y colocó el cadáver en un sarcófago de oro y ébano. Fue entonces cuando una extraña criatura alada se posó sobre el ataúd, y los doce sirvientes que estaban ayudando al diós quisieron ahuyentarla, pues parecía un dragón en miniatura, pero el bastardo de los dioses retuvo sus brazos, descubriendo que en realidad era Nogard, el retoño dragón que Elyor había domesticado nada más nacer, que se negaba a separarse de su amo, incluso después de su muerte. Después de los preparativos, Olbaïd ordenó a los doce hombres que penetraran con el sarcófago en los túneles de Gothrod, porque ésta era la forma más segura de evitar la guerra y llegar a Sidarap, el palacio de los cielos. Justo antes de entrar en los subterráneos, el dios oyó, afuera, a las tropas enemigas gritando victoria. El dios se encogió de hombros y se sumergió en la oscuridad.
Caminaron tres días y tres noches en el frío laberinto, perdidos en la oscuridad. Se guiaron gracias al eco de los gigantes en la grieta del mundo, pues el camino bordeaba la hendidura que los duendes habían excavado hasta las profundidades de la tierra, en la primera edad del mundo. En cada parada del séquito, fantasmas y espíritus de los muertos enviados por Tyunerion, la diosa del inframundo, trataban de apoderarse del cadáver y arrojarlo al abismo, pero el niño dragón, agarrado al sarcófago defendía el cuerpo del rey mordiendo sus manos etéreas, arañando sus rostros de humo.
Olbaïd, mientras tanto, no decía nada y tampoco actuaba. Más lúgubre que nunca, se fundía en la oscuridad, dejándose invadir por la sombra de la duda. Por fin se había convertido en el rey de todas las cosas, había saciado su deseo de venganza matando a su padre, y desde entonces ya no estaba animado por ningún proyecto, ni generoso ni siniestro, pues en realidad el poder no le interesaba, ni tampoco la destrucción del mundo o la búsqueda de una felicidad inaccesible.
El séquito tomó caminos sin nombre por las entrañas del mundo, pero al tercer día los hombres finalmente vieron la luz al salir de los túneles. La ciudad de Valgir se podía adivinar a lo lejos, dominada por la efigie del rey de los dioses victorioso tallado en la roca, pero Olbaïd quería evitar encontrarse con los hombres y dirigió a sus sirvientes hacia las montañas del poniente en dirección a la escalera de los dioses. Cada noche caminaban por el páramo y se escondían durante el día, por temor a cruzar enemigos, y también, pero Olbaïd guardaba esto último en secreto ante sus sirvientes, para que Lyelos, el dios del sol, no los viera.
Al tercer día de marcha, los hombres comenzaron a notar el hedor que emanaba del sarcófago. La carne del rey de los tiempos se estaba pudriendo, poco a poco, y los insectos, amigos del dios bastardo, comenzaban a devorarlo. Los doce sirvientes, que idolatraban al rey de las edades, no podían resignarse a ver como se estaba corrompiendo el cuerpo divino. Entonces, le pidieron consejo a Olbaïd, y éste contestó:
"Si dejáis el cuerpo como está ahora, seguirá deteriorándose, pero de sus despojos puede nacer una multitud de otras vidas, como por ejemplo gusanos y cucarachas. En cambio, si queréis mantener este cuerpo intacto, entonces tendréis que embalsamarlo, de este modo no lograreis llamarlo a la vida, pero podréis mantener su cuerpo inalterado."
Los sirvientes no entendieron el sentido profundo del discurso del dios traicionero, pero la idea de los gusanos y las cucarachas les pareció intolerable a todos. Por lo tanto, durante todo un día buscaron en el páramo plantas para embalsamar el cuerpo. Abrieron el vientre del rey, lo destriparon para llenar el interior del cuerpo con aceites y ungüentos preparados por el bastardo de los dioses. Finalmente, satisfechos, devolvieron el cadáver al sarcófago y reanudaron su viaje, sin darse cuenta de que el niño dragón se había quedado para devorar el corazón y las vísceras del rey esparcidas por el suelo. Indudablemente, los sirvientes al ver esta escena hubieran tratado de matar a la criatura, pero en realidad así fue como el dragón logró heredar el alma y los poderes del rey de los cielos.
Canto 6
El séquito llegó a la llanura de Nominor al amanecer del séptimo día, y subió los mil escalones de la escalera de vidrio, portando el sarcófago. En la terraza del mundo Enwë, la reina del cielo, estaba esperando, y junto a ella estaban Ayli, la madre de Elyor, y Ksüey, la diosa niña. Los duendes de Sidarap, detrás de las tres diosas, se echaron a llorar al enterarse de la muerte del padre de los dioses.
Sin embargo la esposa del rey permaneció extrañamente serena y declaró a la asamblea:
"Secad vuestras lágrimas y detened vuestros tormentos, pues este día es feliz. No tengáis miedo, ya que pronto el rey renacerá a una nueva vida. Se levantará de su tumba y os llevará a la victoria y hacia una nueva armonía. "
La reina entonces instaló el sarcófago en una habitación en el corazón del palacio e invitó a todos a contemplar como el soberano iba a resucitar. Cogió su cetro, que Anozama, la diosa salvaje, le había ofrecido durante la fiesta del perdón, y que tenía el poder de otorgar nueva vida a lo que estaba muerto. Sin embargo, cuando aplicó la varita a la frente del soberano, de repente se escuchó un aullido de dolor que hizo temblar las paredes de cristal del palacio celestial. Era Elyor, quien acababa de recobrar la vida, pero su cuerpo estaba lleno de veneno que quemaba su carne desde dentro. El rey siguió gritando su sufrimiento, incapaz de articular una palabra, retorciéndose en atroces convulsiones.
La asamblea quedaba paralizada por el horror de la escena. Ayli, la madre del rey, fue la primera en reaccionar, y pidió a todos que abandonaran la habitación, incluida Enwë, a quien los guardias del palacio tuvieron que separar a la fuerza del cuerpo de su marido. Una vez en la sala del trono, mientras aún se escuchaban los intolerables chillidos que corrían por los pasillos del palacio, Ayli interrogó a los doce sirvientes, y estos últimos explicaron como Olbaïd les había enseñado cómo embalsamar el cadáver. Al pronunciar el nombre del dios traidor, todos se dieron cuenta de que el dios pérfido ya no se encontraba junto a los demás en la sala de trono. Entonces Ayli ordenó a los hombres que lo buscaran para castigarlo.
Luego, mientras los sirvientes del palacio se dispersaban para perseguir al deicidio, la madre de los dioses habló a Enwë. Le explicó que el sufrimiento del rey sería eterno y no podía ser apaciguado. La reina de los cielos escuchó en silencio las palabras de la madre de todas las cosas, y después cogió una daga de cristal hecha con el fragmento de uno de los espejos de Sidarap. Fue a la habitación donde reposaba Elyor, lentamente y sin derramar lágrimas, decidida a acortar los sufrimientos del rey, antes de suicidarse con la misma daga, para permanecer unida para siempre a su esposo.
Mientras avanzaba, digna, estoica, hacia la cámara, los doce sirvientes que habían embalsamado el cuerpo del rey acababan de encontrar a Olbaïd, que estaba bajando a toda prisa las escaleras de Sidarap para huir. El dios pérfido se volvió y lanzó el cetro de poder que tenía en sus manos contra los doce perseguidores y hubo un gran destello que desgarró el firmamento.
De repente, justo cuando el cetro alcanzó a los doce hombres, todos los seres del mundo quedaron inconscientes; absolutamente todos, dioses, humanos, gigantes y dragones, el rey en su sarcófago, los animales, las plantas e incluso las rocas y la arena, el mar y el viento, la luna, el sol y las estrellas, todo los que vivía en el universo de repente se detuvo en el tiempo.
Y cuando se reanudó el transcurso del tiempo, el cetro de Elyor, lanzado al aire, cayó sobre los peldaños de la escalera de vidrio y, al chocar se rompió en siete veces siete pedazos, que volaron por la bóveda del cielo para dispersarse por el mundo. Los doce hombres que perseguían a Olbaïd, inmovilizados justo cuando el cetro les estaba alcanzando, se convirtieron, cuando despertó el mundo, en doce constelaciones que aún se pueden obsevar en el cielo.
Solo tres seres en el universo permanecieron despiertos durante aquel extraño desmayo, tres seres que lograron desafiar el tiempo: Ayli, la diosa más antigua, Ksüey, la eterna niña y Nogard, el dragón que había devorado el corazón del rey del cielo y poseía su alma inmortal.
Y he aquí la razón de este sueño repentino: cuando Ayli ordenó a todos que salieran de la cámara donde yacía Elyor, un ser permaneció en la habitación, un ser tan pequeño e insignificante que había pasado desapercibido a los ojos de todos. Era la niña Ksüey, a quién los gritos del rey habían impresionado más que a nadie, y que se había acurrucado en un rincón escondido de la cámara.
La puerta se había cerrado sobre ella y, como no logró abrirla, se quedó atrapada en la habitación a oscuras, en compañía del rey ni vivo ni muerto que vociferaba, se retorcía de dolor y la miraba fijamente, con los ojos en blanco. Aterrorizada, la niña no sabía qué hacer, entonces cogió la varita de Enwë, que la diosa había dejado ahí, y golpeó el cuerpo del rey con ella. Por supuesto, no produjo ningún efecto, excepto una nueva convulsión, más fuerte que las anteriores. La niña, espantada por este último sobresalto, perdió el equilibrio y al caer, rompió el cetro de la reina, y de este modo, detuvo el tiempo.
El silencio se hizo, repentino, y Ayli entonces oyó los gritos de la niña. Le abrió la puerta de la cámara, y cuando Ksüey salió de la habitación, el tiempo se reanudó.
Sin embargo, por desgracia, todo había cambiado. Los dioses, al despertarse, se habían convertido en fantasmas. Y desde ese día, los humanos pueden percibir la esencia divina en todas las cosas del mundo, pueden sentir la queja de Rya’l mientras escuchan cantar el viento, la voz de Wae’l rugiendo en el incesante oleaje, el murmullo de Anozama en el hueco de los troncos de los robles venerables, la gracia de Emya en las sonrisas de las mujeres, la llamada de Tyunerion, las noches de luna llena, el calor de Lyelos cuando el sol acaricia sus pieles, el peligro de Wefel cuando se acercan demasiado a las llamas, la dulzura de Enwë en las lumbres de los hogares, los consejos de Olbaïd cuando se les ocurren ideas astutas, y el corazón del rey que palpita en sus propios pechos. Sí, los humanos aún pueden, si están atentos, escuchar a los dioses, pero las envolturas corporales de las deidades han desaparecido, se han vuelto invisibles a sus ojos.
Todos los dioses se han extinguido, excepto Ayli, Ksüey y el dragón Nogard, que aún viven en Sidarap, el palacio de las nubes que nadie puede ver, excepto los días de lluvia y de melancolía, cuando la niebla nos permite descubrir el arco iris, que siempre creemos cerca pero que nunca nadie puede alcanzar.
Canto 7
Al darse cuenta de que los dioses habían desaparecido, Ayli cogió la mano de Ksüey, su bisnieta, y la llevó a la terraza del mundo para descubrir qué les había ocurrido a los hombres. Pero ellos no habían experimentado la misma tragedia. Ayli observó cómo los ejércitos de Morkai estaban destrozando a sus enemigos, cómo los perdedores, retirándose, ya estaban preparando su contraofensiva. Los hombres habían matado a su amado hijo, Elyor, y obviamente no habían aprendido nada de sus errores pasados. La madre del mundo, contemplando a estos duendes imbéciles que se arremolinaban en el páramo, dispuestos a masacrarse de nuevo, sintió de repente un profundo desapego. Su rostro cambió, tomando su aspecto más aterrador, pero Ksüey, que amaba a su bisabuela y la veía siempre con ojos inocentes, no lo notó. Y la vieja diosa pronunció estas amargas palabras mientras contemplaba el mundo:
"Miserable gente pequeña, niños caprichosos, dementes y criminales, habéis matado a los dioses y habéis rechazado la Armonía. Escuchad ahora mi sentencia.
Ahora conoceréis los horrores del tiempo contado, del tiempo que mata al amor, que destruye el poder. Vuestras obras serán como castillos construidos piedra a piedra sobre la arena, condenados al derribamiento, tarde o temprano. Y del tiempo amargo, inexorable, invencible, no esperéis ninguna piedad, de esta tortura sólo la muerte vendrá a liberaros. Os volveréis mortales, y nada nunca será eterno en el mundo, excepto esta misma sentencia que ahora estoy pronunciando."
Y así comenzó la sexta edad del mundo, la era del castigo. Los seres humanos fueron condenados por el tiempo, y todo desde entonces está llamado a perecer.
Desde entonces, el tiempo prohíbe el amor, en todas sus declinaciones, el amor de los amantes, pues nunca más los enamorados podrán conservar la armonía soberana entre sus brazos. Las madres desde entonces deben parir con dolor, y la infancia es enclenque, dura mucho más que la infancia de los animales, para que los padres permanezcan encadenados a su descendencia, que deben proteger contra la naturaleza hostil y sobre todo, contra la locura de otros hombres. Y cuando los niños se convierten en adultos después de robarles a sus padres sus mejores años, a su vez, tienen que proteger a sus ascendentes. Y para defender a los ancianos y a los niños, y para poder sobrevivir en este valle de lágrimas, los humanos se encadenan a la tierra, pues desde la terrible sentencia de Ayli las cosechas también enferman y mueren, y el mundo conoce las hambrunas y las epidemias.
Y desde el día del gran castigo el miedo a la muerte se convierte para los humanos en su única razón de vivir. Están constantemente tratando de trascender la muerte, preguntándose si existe vida en el más allá. Algunos mortales intentan crear mil obras en la tierra con la vana esperanza de que sean eternas; otros quieren conquistar el mundo y buscan los fragmentos del cetro del rey de las edades que se perdieron en la tierra; otros por fin, que se llaman a sí mismos humildes, pero son los más orgullosos, levantan templos con flechas apuntando hacia las nubes y se arrodillan cuando invocan el cielo, pero el silencio es la única respuesta a todos ellos, por los siglos de los siglos.
Y para los hombres que se niegan a luchar contra la muerte, sólo quedan dos cosas en el mundo para ahogar sus desgracias, el vino y el olvido. Sin embargo el vino lleva en él el sello del dolor, el vino es más que todo condenado por el tiempo y el olvido imposible para las mentes lúcidas.
Ayli, después de haber dictado su terrible sentencia hacia el mundo de abajo, cogió la mano de Ksüey, su bisnieta, y dejó que Nogard el dragón se convirtiera en el guardián de Sidarap. La diosa se fue por los pasillos del palacio y encontró en el suelo de cristal la daga que poseía Enwë en el momento del gran desmayo. Cogió el puñal y miró a la niña, que la estaba observando con sus ojos siempre abiertos, unos ojos tan grandes que tal vez hubiesen podido soportar el brillo de toda la verdad en su conjunto, pero sin lograr entenderla, unos ojos que miraban sin juzgar, que no pensaban pero que lo reflexionaba todo.
Ayli no pudo soportar la mirada de la niña, entonces, para no tener que volver a contemplar este mundo de tristeza y guardar sólo en su memoria la belleza de la primera Armonía, la dama del tiempo, en un sollozo de sangre, se clavó la daga en los ojos.
La pequeña Ksüey observó a la anciana sin mirada, y recordó a aquel gigante ciego, que le había pedido que le legara sus ojos el día de la fiesta del perdón, y que gritaba venganza en el mundo de abajo.
Sí, aquellos dos seres tan diferentes, Lyeo’l, el hijo amado de Trom, y Ayli, empezaban a parecerse, unidos por su fealdad y su odio hacia los humanos. El mismo dolor los animaba a ambos, el mismo deseo de cancelar el tiempo para por fin encontrar la felicidad eterna, el tiempo de Armonía, el amor más perfecto en el universo ausente, los tiempos anteriores al tiempo.
Y a la espera del fin del mundo, en el cielo invisible viven las dos últimas deidades: la diosa niña, que llaman azar, quien guía, cogida de la mano, a la antigua diosa ciega, que llaman fatalidad.
La sexta edad del mundo duró siete mil años, y todavía dura hoy, pues los humanos estamos viviendo en la era de sufrimiento, todos conocemos el castigo del tiempo.
Sin embargo, sería inútil contar la historia de los hombres sin los dioses, ya que desde que la antigua diosa pronunció su sentencia, ningún hecho humano sobrevive al paso del tiempo, ningún acto sirve para cambiar el cruel destino de los hombres, para frustrar los caprichos infantiles del azar o las sentencias seniles del destino.