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En 2.222...

– Entonces, cloncito de mi corazón, ¿qué prefieres? ¿Azules o verdes? Yo, te lo confieso, siento una pequeña debilidad por el verde.

 

Mamadú Chang García, el cloncito en cuestión, bebe un sorbo de su Rioja light antes de contestar a su libre unida.

 

–  Escúchame, Yamila Ingrid, mi terroncito de glucosa, no nos podemos permitir elegir a la carta. Es demasiado caro. Piensa que desde que la edad de jubilación ha pasado a los 100 años, tendremos que coger un seguro complementario. Luego están las facturas de oxígeno y de agua potable, sin contar el alquiler del sol, que no para de subir… 

 

– Ya, la cantinela habitual, contesta Yamila Ingrid, la libre unida de Mamadú Chang. Si hubieras aceptado esta promoción como administrador de la red sectorial, pero no, no quisiste. No tienes ambición….

 

– Mientras que tú….  Con tus telecursos para enseñar a la gente a escribir “a mano”, como en la Edad Media. Como si interesara a alguien este tipo de artesanía. Pero es verdad que tú te dedicas a asuntos “culturales” y desprecias lo material… El problema es que luego te gusta el lujo, quieres laserpénciles de última generación, escapadas románticas para visitar Venecia en submarino o viajar a la cara oculta de la luna, y por supuesto, quieres elegir a la carta…

 

– Eres un tacaño y un amargado, cloncito. A veces me pregunto por qué me he libre unido contigo, te lo juro.

 

– Lo siento, pero el menú, no solamente es lo más barato sino que también es lo más sano. Por lo menos para mí. Digo, desde un punto de vista ético.

 

– Más sano, esto habrá que verlo. Con el menú, hay más posibilidades de que te estafen, que te cuelen porquerías, infecciones genéticas o cosas del estilo. Mientras que con la carta, eliges exactamente lo que quieres. Anda, un pequeño esfuerzo, cloncito… ¿Has visto la oferta promocional? Si eliges a la carta, con un pequeño suplemento te ofrecen un segundo ejemplar gratis, ¡exactamente igual!

 

– ¿Exactamente igual? ¡No, eso no! ¡Ni hablar! 

 

–  ¿Ves? Ahora eres tú quién lo quieres todo exclusivo…

 

Yamila Ingrid dirige a su libre unido una gran sonrisa irónica. Pero Mamadú Chang no tiene tiempo para contestar, pues el camarero, un joven afrochino, trae los platos.

 

– ¿El cuscús sushi?

 

– Para ella.

 

–  ¿Y para usted, la emulsión de paella de soja?

 

– Sí, gracias.

 

Los dos libre unidos empiezan a comer, bajando la mirada y fijándose en sus platos, sin dirigirse la palabra. De repente, justo cuando Mamadú Chang había por fin logrado coger su emulsión con los palillos, Yamila Ingrid se pone a gritar:

 

–  ¿Qué te pasa, terroncito de glucosa?

 

– Hay una cosa rara en mi plato. Mira, es como una especie de bolita chica… No me digas que es…

 

– Sí. Es una pepita. Una pepita de tomate, tal vez de pimiento.

 

– ¡Puaj! ¡Qué asco!

 

– Tienes razón, es repugnante. Un tomate biológico, ¡puaj! Ni siquiera seleccionado genéticamente. 

 

– Sólo con imaginar que esto viene de la tierra… ¿Sabes que las plantaciones de tomates se nutren de animales muertos? Vaya, creo que voy a vomitar.

 

– Es un auténtico escándalo. Llamo enseguida al dueño del restaurante.

 

– No, mejor una denuncia anónima al ministerio del interior. Estos cabrones se van a enterar.

 

Mamadú Chang susurra discretamente su denuncia a su dedo menique y la envía a la policía con un tirón de su oreja.

 

La brigada de seguridad higiénica, fiel a su reputación, no tarda. En menos de cinco minutos, treinta y cinco agentes penetran en la pizzería china, blandiendo lasergunes y porras de microondas. Un pequeño equipo de genetistas urgentistas entra justo después para ocuparse de los clientes. Les inoculan retrovacunas contra infecciones alimenticias y los rocían con espuma exfoliante, para erradicar todo posible germen.   

 

Al rato, los clientes ven pasar a los policías transportando, en unas macetas de barro, una decena de verduras germinadas en tierra: tomates, berenjenas, calabacines… Toda una plantación ilegal acaba de ser desmantelada, un auténtico ratatouille clandestino. Mamadú Chang se siente orgulloso de haber contribuido, con su denuncia anónima, a la seguridad de su buena ciudad de Nueva Madrid, que tanto lo necesita. Pero de repente, su sonrisa se apaga, porque está asistiendo a una escena absolutamente espeluznante. Una mujer joven acaba de salir de la cocina, rodeada de diez policías. Tiene la barriga tensa, deformada, tan enorme que parece a punto de estallar. Embarazada, está embarazada. ¡En pleno siglo veintitrés!

 

Al cabo de una hora, los clientes de la pizzería china están por fin declarados fuera de peligro y puestos en libertad. En el camino de regreso, en el habitáculo del dron que les lleva a casa, Mamadú Chang, aún conmocionado por la anécdota, le comenta a su libre unida:

         

–  Que horror… Pensar que aún hay gente que sigue haciendo niños así, en plan salvaje, como en la prehistoria… Es escalofriante.

 

– Hay que ser un monstruo para dejar la herencia al azar. ¿Te imaginas? Tu hijo puede ser tonto, o bajito, o feo, pobre niño. Todo esto por culpa de padres inconscientes.

 

– Tienes razón, Yamila Ingrid, El mero hecho de querer alumbrar me parece una ignominia. ¿Tú sabes lo que los bebés sufren al nacer? Una verdadera tortura… Para mí esto que llaman “embarazo natural”, es igual que la pedofilia, pena máxima, destierro a Marte y pérdida de todos los puntos de nacionalidad en el pasaporte.  ¿Sabes qué, terroncito de glucosa? Con lo que acabo de ver en el restaurante, he entendido por fin que tú tenías razón. Si queremos un bebé, no podemos conformarnos con el menú de la clínica, ellos tan sólo te apartan los espermatozoides más malos, nada más. Evitas las peores taras, cierto, pero no todas, aún te puede salir un crío con un cociente intelectual inferior a 125, que mida menos de un metro noventa una vez adulto, o que se quede calvo a los 40…. Con el menú te la juegas… O sea que ya está decidido, haremos lo que dices tú: ¡un niño a la carta! Y da igual lo que nos cueste.

 

– ¡Oh, mi cloncito! ¡Cuánto te quiero! Entonces, cuéntame. Los ojos, ¿cómo los quieres? ¿Azules o verdes? Te lo confieso, yo siento una pequeña debilidad por el verde.

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