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Ultreïa

"¡Ultreïa! "


Mi grito retumbó en el valle hacia el poniente.

 

"¡Ultreïa!" me contestó el eco. Más allá, hasta los confines del Occidente, donde se acaba la tierra, donde se apaga el mundo.


Ultreïa, el saludo de los peregrinos en el camino de Compostela... Repetí varias veces esta palabra en mi fuero interno. Me he convertido en peregrino, lo acabo de entender ahora, al cruzar este puerto. Ayer era soldado, y hoy penitente, errante solitario. Fue voluntad de Dios ; en pleno fragor del combate,  Él detuvo mi brazo y me ordenó que dejara el campo de batalla. Impulsado por el aliento divino, huí de la ciudad de Beziers que estábamos saqueando, sin saber por qué, y luego me puse a correr despavorido por caminos remotos, sin rumbo alguno. ¿Cuánto tiempo estuve vagando sin consciencia? ¿Días, semanas, meses? Lo ignoro. Tampoco sé cómo ni cuándo crucé el río Garona. ¿Acaso caminé sobre el agua, como Cristo en el lago de Galilea? No me acuerdo, sólo sé que una vez en la otra orilla, seguí el sol del mediodía, desarmado y despojado de todo, por senderos olvidados agrietados por el verano. Mordí el polvo, tragué piedras, bebí el agua de las nubes y engullí el viento. Y seguí mi camino, sin tregua, sin descanso, día y noche, sin lograr detener mi curso. La montaña de pronto se levantó ante mí como una gigantesca pared almenada para contener mi asalto. Pero yo soy un hombre de guerra, soy Enguerrand el capitán, soldado de Dios y del rey Felipe de Francia, y jamás una fortaleza me ha resistido, ni la de San Juan de Acre en Palestina , ni Château Gaillard que domina el Sena, ni la ciudadela de Béziers que tomamos en julio. Caminé a lo largo de las estribaciones de los Pirineos, con paciencia, en busca de una grieta para inmiscuirme ; y pronto vi, coronando un pico vertiginoso, un boquete colosal por el que se hundían los vientos.


Y aquí me encuentro, encaramado en lo alto de la montaña, en el borde del precipicio. Sé por fin dónde me ubico y por qué razón el Señor me trajo hasta este lugar. Sin lugar a dudas, estoy en la brecha de Orlando, en el paso de Roncesvalles, que marca el inicio del Camino de Compostela en tierras ibéricas. Lo entendí hace un rato al descubrir, esparcidos por el suelo, miles de restos de conchas. Según la tradición, los peregrinos depositan en la brecha una vieira y piden un deseo. Más abajo, en una roca partida junto al acantilado, un viajero grabó una cruz. Tal vez fuera en esta misma roca que antaño el sobrino de Carlomagno, acosado por los sarracenos, trató de romper su espada Durandal. Pensando en Orlando, en sus proezas, no puedo dejar de recordar mi propia actuación durante el saqueo de Béziers. El paladín pereció como un héroe, sin embargo yo huí como un cobarde.


Nubes púrpuras y negras se amontonan y cubren el día. Me deslizo en un  resquicio entre la roca agrietada y el acantilado, para pasar la noche y protegerme del frío, pero renuncio a encender una lumbre. Acurrucado en la piedra, no noto apenas el frío. Quisiera dormir, pero desde mi salida de Béziers, no logro cerrar los ojos. A lo sumo, me escapo, dejo que mi mente divague y sueño despierto. Pero esta noche, me siento lúcido, como en una velada de armas, reflexiono sobre en mi vida y rezo al Todopoderoso.


Señor, ¿Por qué me empujaste por este camino? ¿No pudiste esperar el final de la batalla para ordenarme esta peregrinación? ¿Por qué me afligiste con esta deshonra? ¿Acaso ya no me consideras digno de llevar la espada y combatir en Tu nombre? Señor, durante veinte años, luché contra Tus enemigos para Tu Gloria. Yo era Tu brazo armado, Tu ángel exterminador aquí en la tierra, y nunca he vacilado. ¿Recuerdas, Señor, cuando respondí por primera vez a Tu llamada? Era en julio del año de gracia de 1189. Tenía poco más de dieciséis años. Sin titubear, dejé a mis padres y a mi ciudad de Epernay para cruzarme y partir hacia Tierra Santa. Allá, luché contra los enemigos de Tu Fe, encarnizadamente, al riesgo de mi vida. Nunca fraternicé con los infieles, al contrario de la mayoría de mis compañeros, rechacé cualquier comercio con los Judíos, no maltraté a ningún cristiano. Y cuando tuvimos que retirarnos de Palestina con las tropas del rey Felipe Augusto, me comprometí a volver algún día para liberar Jerusalén del yugo musulmán. Señor, Tú sabes que cumplí con mi promesa, ya que diez años más tarde me alisté en una tropa de Champagne y embarqué hacia el Oriente, para participar en una nueva cruzada. Bien es cierto que la expedición no nos llevó a Jerusalén, pero logramos tomar Constantinopla y convertir a la verdadera Fe todas las tierras de su imperio. Muchos clérigos y laicos, en Francia o en otro lugar, denunciaron abusos durante el saqueo de la ciudad, pero sé que Tú no apruebas estos hipócritas, mi Señor. Estos orientales vivían en el estupro y la decadencia, en permanente estado de pecado mortal. Los hombres eran sodomitas y las mujeres, fulanas, adoraban al becerro de oro y merecían ser castigados. No, no tengo ningún remordimiento por haber saqueado e incendiado la ciudad, y pasado por el filo de mi espada a sus habitantes, sin compasión alguna. Peores que los infieles son los herejes, porque éstos desvían Tu Palabra y la pervierten para venerar a Lucifer, el simio de Dios.


Por eso me involucré en una nueva guerra santa a principios de este año, bajo las órdenes del barón Simon de Montfort, para castigar a los cátaros y su herejía abominable. Estos esbirros de Satanás, que presumen de llamarse a sí mismos "buenos cristianos" o incluso "perfectos", insultan a Tu Iglesia y corrompen Tu Ley. Incluso se niegan a bautizar a sus hijos, que por lo tanto abogan al infierno, y se entregan a la lujuria y la fornicación, ya que también rechazan el Santo Sacramento del Matrimonio.

 

En pocos años, la herejía se había extendido como una epidemia, desde los Pirineos hasta la región de las Cevennes, y amenazaba con extenderse por toda la Cristiandad. Hacía falta dar un golpe duro para erradicar el mal. Después de Montpellier, que finalmente perdonamos, nos decidimos a sitiar Beziers. Arnaud Amaury, abad de Citeaux y legado papal para nuestra cruzada  pidió a los burgomaestres de la ciudad que entregasen a los cátaros que allí se escondían. Pero ellos no aceptaron nuestra oferta, y cuando permitimos que los auténticos cristianos saliesen de la fortaleza, nadie se dignó a unirse con nosotros, aparte de un puñado de eclesiásticos. Ya no quedaban justos detrás de las murallas. Todos eran culpables, los herejes se habían mezclado con el resto de la población, toda la ciudad estaba contaminada. Todos debían perecer o implorar el perdón. Justo antes del asalto, el padre Arnaud nos espetó: " Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos. " Obedecimos a este pío consejo. “Dies Irae”, éramos los instrumentos de la cólera divina para poner a la ciudad a sangre y fuego. Lo que hicimos sin contemplaciones. Al entrar en la ciudadela, maté a todos los que se cruzaban en mi camino, soldados y civiles, ricos y mendigos, mujeres, niños, ancianos, lo estoqueaba a todos, sin excepción, al grito de "Dios lo quiere". Después de unas horas, amontonamos los cadáveres en la Plaza de la Catedral. Había cientos, miles, nunca había visto una tal masacre.


Luego me fui por las callejuelas de la ciudad, para cazar a los cobardes que se hallaban ocultos en el interior de las casas. Cerca de la iglesia de Santa Afrodisias, me encontré con una joven acurrucada en el fondo de un tugurio. Sostenía en sus brazos a un bebé. Me miró en los ojos, sin pestañear, sin temblar, y me dirigió una sonrisa triste. Levanté mi brazo para matarla, pero de repente, vacilé. Dejé caer mi espada al suelo y me arrodillé. Traté de levantarme, en vano, el Todopoderoso me controlaba cuerpo y alma. Entonces, Dios me mandó salir de la casa, abandonando mi arma. En una calle adyacente, vi a una docena de tunantes que atacaban a mis hombres. Pero en vez de prestar auxilio a los míos, me fui en la dirección opuesta, sin prisa, sin poderlo remediar, como si estuviese movido por una fuerza oculta. No recuerdo haber cruzado las puertas de la ciudad, solo tengo en mente la imagen de un bosque cerca del río Obs donde había acampado la noche anterior con mi ejército, y las murallas de Beziers en el filo del horizonte, de donde se escapaban columnas de humo negro y acre. Esta niebla pútrida avanzaba inexorablemente hacia mí y amenazaba con atraparme. Así que salí corriendo hacia las colinas.


Cuanto más pienso en aquel acontecimiento, más me convenzo de que aquella mujer de Béziers era una bruja que me lanzó un hechizo. Me obligó a abandonar la batalla, y luego trató de llevarme por el sendero de la perdición, pero Dios se apiadó de mí y me guió hacia el recto camino. En su infinita misericordia, el Señor decidió salvarme, y me pidió que emprendiera  esta peregrinación a Compostela. Obedeceré ciegamente, sin tratar de comprender su propósito, porque sé que al final del camino está la redención de mi alma. Este pensamiento galvaniza mis fuerzas. La Fe de un hombre, dicen, es capaz de mover montañas, y el Espíritu Santo que mora en mí me llevará más allá de valles y montañas, hasta el océano, donde yace el apóstol Santiago. Poco a poco, el alba resplandeciente perfora las nubes y vence las dudas. Los destellos del sol en los glaciares y el viento silbador vigorizan mi alma. Dejo mi refugio de piedra, con el corazón fortalecido, y me bajo rodando por las laderas empinadas, por la vía de la Salvación.  

 

Llego a Campfranc antes del anochecer. Abro la puerta de una posada, pero abandono el lugar de inmediato. Los huéspedes que se encontraban allí eran unos borrachos, como la mayoría de los peregrinos, para quienes el viaje es la excusa perfecta para el libertinaje, la oportunidad para cometer maldades lejos de sus hogares y de la justicia de sus señores. Pocos son impulsados ​​por noble propósitos, sin hablar de los falsos peregrinos, los “concheros” como los llaman en París, que abundan en las carreteras de toda Francia y roban al viajero inocente. Así que decidí evitar la compañía de los demás peregrinos, porque el verdadero caminante de Dios va solo, con la única compañía del Altisimo, y no habla a nadie más a que a su propia alma. Tan sólo los humildes, los puros, como los pastores y los ermitaños que viven aislados del ruido y de los pecados del mundo oirán mi voz.


Los días transcurren y voy rápido, impulsado por los vientos clementes. Me siento ligero, sin pesadumbre. No me detengo a restaurarme, prefiero ayunar, y si llega el hambre, las bayas, los frutos y las espigas de trigo que erncontraré por el camino bastaran para saciarme, mi cuerpo no necesita ningún otro alimento que la el que la naturaleza me prodiga generosamente.


Dejo los valles ocre y rojos de Aragón y las ásperas colinas de Navarra, y llego pronto a Castilla. Una mañana, entro en Burgos, la tierra de El Cid Campeador. En un bajorelieve de la catedral, descubro a Santiago apóstol, armado como un caballero y montado en un corcel blanco cuyas pezuñas aplastan hordas de sarracenos. Esta visión de Santiago Matamoros me consolida en mi Fe ; no cabe duda de que Dios ama y aprueba la Guerra Santa. Prometo que una vez acabada mi peregrinación participaré en la Reconquista para liberar las tierras ibéricas de la dominación almohade.

 

Al día siguiente, sueño con batallas y grandes hazañas, mientras me adentro en las tierras áridas que conducen al Reino de León. Tengo prisa por acabar mi viaje y poder volver cuanto antes al combate. Pero hace un calor intolerable y no sopla la menor brisa, el sol me clava en el lugar, me siento pesado, extenuado, y no logro dar un paso. Jadeante, me quedo inmóvil bajo el cielo abrasador, prisionero de las mesetas infinitas, durante varios días. Una noche, dejo estallar mi rabia, grito, lloro y me lamento, pero el Altísimo, por la mañana, me envía un céfiro suave que calma mi tormento. Finalmente logro moverme y retomar mi camino. Sasamón Melgar de Fernamental Osorno, Sahagún, cada etapa es dolorosa. Ando despacio, con gran dificultad, bajo el cielo carmesí por la tormenta, y los cuervos vuelan espantados al oírme pasar.


Finalmente llego a la ciudad de León. Las mesetas ámbares de Castilla dejan paso a las colinas herbosas y arboladas del Bierzo, a las puertas de Galicia. Después de Astorga, el cielo se vela y me hundo poco a poco en la niebla. Pronto pierdo mi senda, y mi mente se desdibuja. La misma luz gris ilumina uniformemente los días y las noches y no sé si estoy soñando cuando estoy despierto. Trato de ordenar mi pensamiento, mi voluntad, en vano. Mi razonamiento es confuso, mis pensamientos nebulosos. Siento que criaturas habitan mi ser y se acaparan de mi alma. Voces extranjeras resuenan en mis sienes, la memoria me juega malas pasadas, tengo recuerdos que no me pertenecen y conciencia de vidas que no he experimentado. Noto la presencia de espíritus malignos que acechan en las sombras, que intentan poseerme, espectros en busca de cuerpos que habitar, fieras etéreas flotando en las nubes. Y la muerte que merodeando y me guía hacia el limbo.


Al cabo de una eternidad, los vapores se atenúan, la niebla se deshilacha como la lana cardada para formar rebaños de nubes ; discierno a lo lejos dos torres erigidas entre el cielo, la tierra y el océano. Es la Catedral de Compostela, mi viaje ha terminado. Una gaviota dibuja un camino hacia el mar, sigo su vuelo y me abalanzo sobre la ciudad.


La muchedumbre que se halla frente a la catedral me aturulla. No he cruzado la menor alma en semanas, y el ajetreo me asusta. La plaza es un gran hervidero de ruido, de sudor y el de vicio. Los peregrinos, falsos o verdaderos, pululan. Algunos quieren llegar a la meta de rodillas o descalzos, otros se flagelan, pero todos estos remilgos ostentosos me horripilan hasta el más sumo grado, porque la penitencia auténtica es un diálogo solo frente a Dios que se ejerce lejos de la mirada de los coetáneos. Pero más indignante aún es el barullo de los buhoneros de la plaza. Venden reliquias falsas, iconos supuestamente milagrosos, ungüentos, pociones, polvos satánicos. Son como los mercaderes del Templo que tanto irritaron a Cristo y estoy a punto de emular al Señor reventando uno de estos puestos indignos, pero al final renuncio y decido adentrarme cuanto antes en la catedral. Me deslizo entre los peregrinos que se amontonan en el porche de la iglesia, y entro volando.


En la cripta sagrada, ante la tumba del Apóstol, trato de arrodillarme, pero no lo consigo. Desconcertado, quiero juntar mis dos manos para implorar al Todopoderoso. Pero tampoco puedo realizar este gesto. Dios me está paralizando de nuevo, y rechaza mi plegaria. Aterrado, huyo por la nave rebosante de fieles, buscando en vano un lugar recóndito para meditar. Finalmente, encuentro refugio en un pequeño ábside detrás del altar. Una Virgen de piedra preside la capilla, iluminada por cirios vacilantes. Ella sonríe con tristeza, meciendo a un bebé contra su pecho. Y reconozco enseguida a la joven que conocí en Beziers. Su aspecto, su tez de alabastro, sus rasgos gráciles, su mirada apaciguadora, ella era en todo idéntica a este ídolo de piedra. De repente, un recuerdo atroz surge en mi mente. Me encuentro en aquel tugurio de Béziers, delante de esta madre y este niño. Levanto el brazo para golpearla, y de súbito siento la fría hoja de una daga que penetra entre mis omóplatos y punza mi corazón. Suelto mi espada, caigo de rodillas escupiendo sangre, y me muero al instante.


"Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos", nos dijo Arnaud Amaury poco antes del ataque. He muerto, y Dios no me ha reconocido. En uno de los capiteles alrededor todo el ídolo de piedra, un bajorrelieve relata el episodio de los Santos Inocentes. Y me doy cuenta que este legionario que masacra sin piedad a los hijos de Dios tiene mi mismo semblante. Yo, que creía ser un soldado del Altísimo, un Arcángel terrenal inspirado por San Miguel, el campeón del Todopoderoso, en realidad no era más que un salvaje, un monstruo cruel a las ordenes del nuevo rey Hérodes de este siglo. Acabo por fin de entenderlo, pero es demasiado tarde para redimir mi culpa ; el Señor me ha negado las puertas del Paraíso, y desde entonces ahora soy un fantasma, un alma en pena por siempre condenado a vagar.


Mi mente me lleva fuera de la iglesia. Soy un mal viento, una nube de odio y dolor que cubre la plaza. Estallo en llantos. Empieza a llover sobre Compostela, un aguacero de verano, violento, inesperado. Los vendedores ambulantes cubren con lonas sus puestos, los peregrinos reajustan sus capuchas, las gárgolas se divierten escupiendo trombas de agua a los transeúntes. Y yo, aliviado por mis lágrimas, aligerado por mi arrepentimiento, subo inexorablemente hacia el Altísimo.

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