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POEMA 2:

El mundo de arriba

y el mundo de abajo. 

Canto 1

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Para agradecer a las estrellas que le habían dado la victoria y para abandonar la tierra estéril, Potestor, el nuevo rey de las edades, mandó construir un palacio en el cielo para vivir siempre feliz con sus hijos los duendes.

 

Para acceder al palacio, los duendes habían construido una escalera de cristal de mil y un peldaños.

Llamó a su morada Caelvala, el palacio celestial. Hecho de cristal, reflejaba la luz de las estrellas, y el edificio era tan ligero que el conjunto de la ciudad reposaba sobre una constelación de tan solo cuatro luceros, que aún se puede apreciar en las noches despejadas. Caelvala se mantenía a equidistancia entre la estrella del Norte que guía a los peregrinos, y la del Sur, alma de Istaril, que da calor a los corazones puros.

El primer escalón era el antiguo trono de Mordod en medio del mundo y el cristal era tan fino que reflejaba todos los colores del firmamento.

Se trataba del arco iris, que hoy día aún podemos contemplar cuando el sol sucede a la lluvia.

En la sala del trono, en las habitaciones innumerables, en el vergel florido, todo era ocio, lujo y libertad. Todo estaba permitido, salvo el trabajo y la pesadumbre. La abundancia era perentoria, el exceso una regla.

    Los comensales se embriagaban con músicas y poemas

          Comían sin hambre, bebían de los cuatro vientos

                    Se emborrachaban de amor y libertad

              Hablaban en los sueños y soñaban despiertos

              Y entre sueño y sueño se mantenían risueños

         Bebiendo, bebiendo y engullendo hasta no más poder.    

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Arriba de la escalera había una larga terraza en la que se podía abarcar la tierra entera de una sola mirada. Pero esta vista disgustaba a Potestor, pues no era más que un frío y angustioso desierto cargado de recuerdos horrendos.   El joven rey prefería quedarse en su palacio de cristal, donde todo era jolgorio y placer.

.

.

En la entrada de Caelvala no había murallas, pues el mundo no tenía enemigos. Detrás de la terraza, existía un gran huerto bajo las estrellas, constelado de flores embriagadoras y de árboles de frutas jugosas, y en medio de este vergel, una fuente escupía vino, creada por la fantasía del primero de los duendes y el más loco de todos, Doyo.

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Después del vergel, se entraba en el palacio. Un laberinto de pasillos y de escaleras secretas llevaban a innumerables habitaciones y vestíbulos, todas relumbrantes y sorprendentes. Cada vez que nacía un nuevo duende, una nueva sala aparecía como por encanto.

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Y en el corazón del palacio, había una inmensa sala para comer, bailar, reír y beber, en la que se encontraba el trono del rey. Era una sala abovedada por doce estrellas, para conmemorar a los doce duendes supervivientes de la masacre de las serpientes en los albores de los tiempos, (los varones Doyo, Foryo, Siskiyo, Etiyo, Diskiyo y Tolviyo y las féminas Unaya, Siriya, Zinkya, Sevinya, Noevya y Elveneya). En medio de la sala, había una mesa de cristal finamente cincelada por Unaya, que se llenaba sola con los manjares más delicados, los néctares más suaves, y que tenía el poder de alargarse o acortarse en función del número de comensales.

Canto 2

El tiempo pasó desapercibido…

 

Potestor había alcanzado la edad viril y había adquirido, como el resto de los comensales, una panza formidable. Su barriga se había convertido en el templo de su alma, densa y rellena aunque siempre insaciable.

 

Sin embargo, una vez sintió el rey un malestar repentino, y desertó de la fiesta. Cruzó titubeando los huertos de Caelvala y se fue a la terraza del palacio para respirar el aire puro de la noche. Contemplando el mundo de abajo, adivinó un magma incierto en el suelo que reflejaban las estrellas. Sorprendido, decidió observar desde más cerca la tierra y bajó a duras penas, transpirando, los mil y un peldaños de la escalera de cristal.

 

- Remuevo, muelo, desagrego, separo. Así doy vida a lo que estaba muerto. De estos raudales de lodos, extraigo el agua para verterla poco a poco sobre la superficie de la tierra. Llamé a mi reino océano y a mis conquistas, ríos. Y dentro de poco llegaré a poseer la tierra entera. Como no era de nadie, me convertí en su amo. La irrigaré y la labraré. Y ahora, si permite, amigo mío, debo seguir con mi labor, tengo mucho que hacer”

 

Confuso, el rey balbuceó:

 

“Pero... Yo soy el rey, y te prohíbo… 

 

- La tierra es de quien la trabaja, amigo” respondió altivo el hombre de barro, antes de desaparecer, engullido por la marejadilla.       

“¿Quién eres tú? Gritó Potestor.

- Me llamo Simar, contestó el hombre hirsuto, sin ni siquiera levantar la mirada.

- ¿Pero qué diantres estás haciendo?

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Potestor se quedó sin voz y volvió, asqueado, al palacio de Caelvala. Subiendo los mil y un escalones, el sudor goteaba en su frente y la vergüenza le picaba las mejillas. Una vez en su morada sintió nauseas, la mala sangre le subió al rostro, la bilis se derramó en sus palabras.

 

Entró en una cólera repentina, en una cólera pueril y de su boca salieron a raudales palabras tan pútridas como el océano del mundo de abajo. Volcó la gran mesa de los duendes y destruyó todo lo que tenía a su alcance, manjares, jarras, vasos y cubiertos. Y como el palacio era de cristal, las paredes reflejaban por doquier su propia imagen, se veía cubierto de excrementos, rojizo, adiposo. Así que, horrorizado por la fealdad de su propio reflejo, empezó a golpear los espejos de las paredes.

*

Canto 3

Pero el cortejo tropezó y el trono se cayó. El rey borracho despertó yaciendo en el suelo. Contempló, pasmado, su ropaje ridículo y de nuevo la ira se apoderó de él.

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Los duendes, asustados, intentaron calmarlo. Se aglutinaron alrededor suyo para hacerlo entrar en razón, pero Potestor, aturdido por sus rostros abotargados por vinos y placeres, que se abalanzaban sobre él y le oprimían, acabó desmayándose.

El pueblo menudo no sabía qué hacer y al final decidió ir a preguntar a Ayli, la madre de todas las cosas, en sus aposentos en el corazón del palacio. La dama de los dos rostros entonces contestó:

 

“Fabricad un cetro para el rey, pues ya es tiempo que empiece a gobernar el mundo”

 

Y sin añadir una sola palabra, cerró de nuevo la puerta de su aposento.

 

Los duendes obedecieron a la reina. Tolviyo y Elvenya talaron el bastón del rey. Tolviyo se encargó de esculpirlo en el mármol más noble, y Elvenya grabó este lema: “Una tierra, un sueño, un rey”.

Mientras tanto, los demás duendes organizaron una ceremonia de coronación. Vistieron al soberano con una larga capa púrpura, colocaron una corona de hojas de viña en su pelo trenzado y adornado con flores de opio y de cáñamo, luego abrieron su puño para colocar el cetro. Por fin, instalaron al rey adormecido como pudieron en su trono, lo levantaron y lo pasearon, dando  tumbos en una gran procesión etílica, animada por cantares y carcajadas.

 

 “¿Así que me ofrecéis el poder? ¿Me entregáis vuestra libertad para poder volver cuanto antes a vuestros corros de niños? ¿Para poder ser siempre unos críos irresponsables que tiemblan cuando el padre les riñe? ¿Para dejarme errar en vuestro lugar, para que sólo mis manos se manchen con sangre? El rey, para vosotros es a la vez mártir y asesino. Yo rechazo tanto ser lo uno como lo otro. Sepáis, pueblo de borrachos, que no habrá rey en esta tierra.”

Potestor se precipitó hasta el gran pozo que servía de vertedero para los excrementos de Caelvala y tiró con todas sus fuerzas el cetro de los duendes. Lo lanzó tan fuerte y con tanta rabia que el fuego acompaño la caída, y que, al chocar contra el suelo, se oyó un estruendo que hizo temblar el mundo. Era el primer trueno que lanzaba el rey de los dioses.

 

Por encanto el cetro volvió a la palma del soberano, pues el bastón esculpido por los duendes tenía el poder de obedecer a la voluntad de su poseedor: lanzado por despecho, el cetro había provocado un relámpago. Pero el cetro también sabía discernir más allá de los gestos vanos la verdad de las almas, y por esta razón había vuelto a la mano del rey. Esto significaba que Potestor, en su fuero interno, deseaba realmente gobernar.

Pero el cortejo tropezó y el trono se cayó. El rey borracho despertó yaciendo en el suelo. Contempló, pasmado, su ropaje ridículo y de nuevo la ira se apoderó de él.

 

El amor era libre, fluía como el aire y como el espíritu, no existían las cerraduras, todo siempre permanecía abierto de par en par, fuesen puertas, bocas, mentes o entrepiernas. 

 

Una única puerta quedaba cerrada, la de los aposentos de Mayda, la madre de todas las cosas. Ella vivía sola en el corazón del palacio, pues aquellos festejos no eran de su agrado. Sin nunca salir de su habitación secreta, tejía en su cabellera el destino del mundo, hilvanando en su madeja el hilo del tiempo que transcurre inexorablemente.

Pero todos habían olvidado a la madre del mundo, incluso su hijo Potestor. En Caelvala prevalecía la alegría, y el desaliento estaba prohibido.

Y cuando la embriaguez se volvía trágica, cuando los cuerpos habían digerido, cuando los vinos se volvían vinagre y los manjares se corrompían, un inmenso pozo servía para verter todo aquel fango en la tierra, en el mundo tan desolado que todos habían olvidado.

Potestor contempló con esperpento el espectáculo. De repente vio un remolino en el magma, y apareció entonces en medio del fango un hombre desnudo con un bastón en la mano, el pelo y la barba desgreñados, el cuerpo cubierto de barro. Al observarlo, Potestor en un momento reconoció a su propia imagen mancillada.

El hombre parecía no prestar atención al rey, pues estaba demasiado ocupado en agitar su bastón en la extensión de fango, creando olas y remolinos.

Descubrió entonces un océano de barro, de excrementos y de deshechos que se extendía hasta más allá del horizonte. Todos los manjares malgastados y lanzados por el gran pozo de Sidarap se habían amontonado en la tierra desde el principio del mundo y formaban una ciénaga maloliente, más angustiosa que el mismo desierto, que acarreaba resacas de orina, hiel y vómito.

Canto 4

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Del primer trueno del mundo, de la ira de Potestor, había nacido Feobran, el fuego destructor, el dios soldado. Estaba de pie, volcado hacia la orilla, desafiando al mar. Tenía el cuerpo desnudo, la tez de cobre, el cuerpo musculoso, una melena de llamas erguida en su nuca, con dos carbones ardientes plantados en sus órbitas. En cada puño agarraba una espada a rojo vivo para así marcar a los vencidos con el sello de la infamia. Pero no llevaba escudo: su única defensa era su vivacidad, su empeño, su fogosidad.

 

Feobran lanzó hacia el cielo un grito ronco dirigido a su padre y corrió resuelto al combate, para conquistar el océano. Avanzó audazmente cortando con sus espadas de fuego las olas humeantes, y Simar, como respuesta, desencadenaba oleajes y mareas que se rompían sobre el guerrero.

 

Feobran fue una primera vez rechazado y arrastrado hacia el arenal. Pero volvió al combate, herido en su orgullo, con más tenacidad que nunca, intentando como fuese guardar el pie firme en la tormenta. Fracasó de nuevo, y una tercera vez, y otra vez y siempre. Pero el fuego sin cesar volvía al asalto, para luego encallarse en el arenal. Mil veces estuvo a punto de morir, pero siempre encontraba la chispa para encender una nueva llama, y volver con más vigor al combate, cargando incansablemente sobre el horizonte.

A Feobran no le faltaba arte ni valor y nunca hubo ni habrá en el mundo mejor guerrero, pero evidentemente, el fuego no puede ni podrá jamás vencer al agua. Feobran lo había adivinado desde su primera derrota, pero él era soldado y obedecía a las órdenes de su señor y amo. Había nacido para combatir a Simar, en lugar del rey y para su gloria y no podía fallar en su misión sagrada.

Desde entonces se empeñaría en esta única meta, a pesar de las treguas venideras, hasta el crepúsculo del mundo, pues su función en la vida era someter al océano. Nunca renunciaría a esta lucha fratricida, jamás descansaría hasta que uno de los dos venciera o ambos perecieran en un sangriento abrazo.

Simar se defendía, agitando su bastón, atormentando las aguas para proteger su obra y salvar su labor; su resistencia era la del humilde que la injusticia indigna, la del sabio que con toda su razón da rienda suelta a su ira. 

Canto 5

 

El rey adolescente recibió estas palabras como una afrenta y quiso castigar a la insolente, pero antes de recurrir a la fuerza, optó por contestar:

 

“Yo soy el rey y las criaturas de este mundo son mis súbditas. Un ser que pretende reinar en las inmundicias no puede ser mi semejante.

 

- La tierra estaba desierta y él la trabajó mientras tú la habías olvidado. Le pertenece y él no reivindica el reino de los cielos, tan solo quiere ser amo en su propio dominio.

.

 

“Potestor, soberbio soberano, que miras cómo los demás se matan en tu nombre, escúchame. El combate se acabó con la victoria de Simar, pues el agua siempre será superior al fuego. La suerte de Feobran está en sus manos, pero él no quiere asestar el golpe de gracia, el fuego y el agua son ahora hermanos de sangre, su lucha les ha unido el uno al otro, el soldado fiel al hombre de labor. En el fragor de las armas, de las llamas atormentadas y de las olas moribundas yo nací y la primera imagen que recibí al nacer fue la de mis dos padres luchando a muerte. Entonces entendí lo absurdo del mundo, la injusticia de los reyes y juré servir durante mi vida a un único amo: la libertad.

 

Potestor, altanero soberano, que reinas en tu palacio inaccesible, escúchame. ¿El mundo no es suficientemente grande para todos? ¿Acaso necesitamos a los reyes? Deja a cada uno ser amo de su propia persona y entenderás que la belleza del mundo proviene de las confluencias del viento, del mar y de la roca, de sus diferencias, de sus enfrentamientos, de sus amistades, del desorden armonioso y libre de la naturaleza sin que haga falta ningún Señor para regir el universo”

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Desde la terraza del mundo, Potestor observaba con su séquito el duelo entre el agua y el fuego. Pero pronto sus ojos ya no lograron distinguir las dos siluetas que bailaban luchando en el mundo de abajo.

El humo poco a poco había cubierto la tierra, un humo nacido de las llamas y de las olas entremezcladas.

Las brumas enviaban al rey las imágenes distorsionadas de batallas quiméricas, formas galopantes, caballos fogosos de fuego y de espuma que se encabritaban en el cielo para luego  deshilacharse, reflejos estrellados que el mar proyectaba al revés en la noche, rostros con muecas dolorosas, colosos de algodón que atravesaban las tinieblas y retorcían las nubes. La niebla se había interpuesto entre el cielo y la tierra, haciendo ilusorias las evidencias, enturbiadas las verdades.

 

Una brisa se levantó, que refrescó los rostros de los duendes y del rey apoyados en la balaustrada del balcón de Caelvala, y se oyó un susurro en el cielo:

Soy el viento libre y mi casa está por doquier

Repongo mis fuerzas con mi propia carrera

Soy corriente de aire y estoy al corriente

De todos los rumores por toda la tierra

Soy atenta y sabia.

Soy la Señora del viento.

En silencio transporto la melodía del agua, 

El cantar de la piedra, las palabras del desierto

Cada rumor y susurro... 

Escucho y divulgo secretos y alborotos

Voy dando portazos si no me gusta lo que oigo

Soy versátil, virulenta... Soy la Señora del viento

si no tienes miedo sígueme en el vacío. 

Al borde del precipicio yo te daré la mano

¡Salta! No hay mayor delicia 

Que la de deslizarse sin fin

Hasta el confín, por el sendero del viento”

Primero indecisa y poco a poco nítida, se desdibujaba una silueta alada en las nubes. Como surgida de los vapores apareció una mujer joven y alta. Un manto de lino gris parecido a un sudario cubría su cuerpo delgado y dos majestuosas alas de guata rodeaban sus hombros huesudos. Su aspecto era hermoso, con rostro triste y pálido y su cabellera etérea revoloteaba acariciando su frente.

Era Aerwind, la diosa del viento, nacida del choque entre el agua y el fuego. La joven habló y sus palabras formaban una melodía suave que hacía cabriolas en las sienes del rey. Aerwind era el verbo, la palabra que hiere o que sana, nacida de dos padres silenciosos y solitarios, el océano apacible y el fuego furioso.

 

- Es cierto, contestó el rey echándose atrás. No puedo pasarme de súbditos que trabajen mi tierra. Pero tan solo puede haber un rey. ¿Simar aceptaría ser mi vasallo?

 

- En mi opinión, el ocioso no debería ser amo de nadie, pues no lo es ni siquiera de sí mismo, pero se lo preguntaré a Simar. Él es libre o no de aceptar este compromiso. En cuanto a mí, nunca seré tu súbdita y nunca podrás encerrarme ni domarme. No se puede retener al viento.”

 

Potestor agarró su cetro para lanzarlo a la joven irreverente. Pero el cetro de repente se hizo pesado en el puño del rey y se cayó en el suelo, pues Elyor, a pesar de su aparente cólera, deseaba en realidad dialogar. Aerwind voló hacia la tierra y desapareció en las brumas.  

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Canto 6

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Aerwind volvió a ver a Potestor en la terraza del mundo y le entregó la respuesta del señor de las aguas.

 

“Simar acepta convertirse en tu vasallo, pero quiere reinar en el mundo de abajo, en el desierto que abandonaste. Te deja reinar sobre el mundo de arriba, sobre el cielo y las estrellas.

 

- Me parece que se está volviendo sensato, contestó Potestor. Pero rechazo cederle la tierra entera. Una tercera parte del mundo me parece suficiente. Corre Aerwind, vuela y llévale mi respuesta.”

Aerwind voló de nuevo hacia la tierra. Fue y volvió de este modo una gran cantidad de veces, de la tierra hasta el cielo y del cielo hasta la tierra, llevando con él las palabras del uno y del otro, abriéndose paso entre las nubes. En cada uno de sus viajes iba acompañado de un rayo de luz, marca de la esperanza para que la paz reinara en el universo.

Aerwind, volando en el cielo tejía el hilo del diálogo entre los dos dioses. Potestor y Simar tenían dos argumentos contrarios, pero Aerwind en el cielo ataba los discursos de ambos, unía las razones del uno a las del otro y las iluminaba con tolerancia y respeto.

 

En el cielo, gigantesca madeja del viento, la diosa creaba poco a poco, ajustando los hilos del diálogo entre los dos reyes, la más grande de las estrellas, la más brillante, la más calurosa. Y cuando Simar y Potestor sellaron por fin su acuerdo, la estrella de Aerwind lanzó sus rayos y resplandeció con toda su fuerza: el sol había nacido, dispersando su generosidad en el universo, calentando el corazón y el espíritu de cada ser en el universo.

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La silueta de un hombre joven con melena de oro, deslumbrante de belleza salió del círculo del sol para ir al encuentro de Potestor y de Aerwind. Era Sólsun, nacido del verbo trascendido, el dios de lo hermoso y de las artes, que ofrecen espíritu y alma a la materia, que trascienden los impulsos más viles, los sentimientos más innobles, Sólsun, el dios del sol que hace madurar la fruta y el trigo, que  da luz y calor a toda cosa en el mundo.

El ser de luz se sentó en el brocal de la fuente que vertía vino, en el vergel de Caelvala, arrancó doce rayos de sol escogidos entre las palabras más suaves pronunciadas por los dioses, y ató estos hilos luminosos a un arco, fabricando así un harpa. Luego caminó hasta la terraza del mundo y empezó a acariciar las cuerdas de su instrumento. Aerwind condujo el gesto del músico y transportó la frágil melodía por los aires, para depositar estas frases armoniosas sobre los pliegues del mar. La música suave calmó poco a poco las aguas furiosas del océano. El sol evaporó el mar, hasta que éste recubriera tan solo la mitad del mundo como lo habían pactado los dioses y esta concesión del rey de las aguas creó la lluvia, que fue ofrecida a Aerwind, la diosa del viento, como signo de agradecimiento por su mediación.

Y así fue como Sólsun, el sol, armado sólo con un harpa, selló la paz en la tierra y apaciguó la ira de Simar.

Canto 7

La edad del mundo de arriba y del mundo de abajo acabó y dio lugar a la tercera edad del mundo, que duró doce mil años. Los duendes, entendiendo que el tiempo de los festines y de la despreocupación había terminado, bajaron los mil y un peldaños de la escalera de Caelvala. Una vez en la tierra, se separaron.

Foryo, Siriya y sus descendientes se fueron por los mares con Wae’l para ayudarle en su labor. Fundaron los reinos de Izlis y Akwasar en medio de las aguas, que se situaban en el oeste del universo. La gente de Akwasar vivía en archipiélagos frente al continente. Comerciaban con los otros pueblos, y remontaban los ríos con sus barcas planas hasta las más altas cimas de las montañas.

 

 

Los de Izlis vivían en ciudades flotantes que iban a la deriva en los océanos más lejanos, en búsqueda del misterio del horizonte infinito.

En cuanto a Simar, taciturno y solitario, construyó un palacio sumergido, protegido por una barrera de corales, y su dominio era hasta tal punto secreto que nadie nunca pudo encontrar su acceso.

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Siskiyo, Zinkya y sus descendientes se convirtieron en los soldados de Feobran. Fundaron Helixan  al pie de las montañas del norte, y Gwaerior en las tierras arenosas del sur, en las dos extremidades de la brecha que los duendes antaño habían excavado. La gente de Helixan construyó una muralla larga como la tercera parte del mundo para contener a los gigantes que se habían refugiado en lo más alto de las montañas de los confines septentrionales del mundo; y los de Gwaerior acechaban a los dragones que intentaban escaparse por las grietas de la tierra resquebrajada, al final de la brecha de los duendes.

 

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Feobran vigilaba a sus huestes desde la gran terraza de Sidarap y bajaba a la tierra cuando le necesitaban. Feobran ofreció al rey de los cielos su sumisión absoluta, y descartó de su espíritu toda animosidad hacia Simar, el rey de las aguas, al menos durante la tercera edad del mundo. Sin embargo para Feobran el honor se situaba por encima de la obediencia, y su honor herido por su derrota exigía venganza. Antes de que el mundo fuera destruido para siempre, sabía que él volvería a encontrarse con Simar, y que debía vencerlo o perecer. Pero había decidido aplazar este combate y en estos tiempos de concordia, se conformaba con ser únicamente soldado del rey y guardián del palacio.

Etiyo, Sevinya y sus descendientes se inspiraron en Aerwind, y se instalaron al Este de la gran brecha de los duendes, pues allí el viento era más virulento. No fundaron ciudades, vivían como nómadas en el corazón de los desfiladeros y en las mesetas de Sandarien y Amazul, para encontrarse en el cruce de los caminos del Este, cuando los vientos les arrastraban hacia allí.

 

Aerwind, el espíritu libre, viajaba dónde le apetecía, en la tierra y sobre el mar, transportando las nuevas del mundo.

Diskiyo, Noevya y sus descendientes, conducidos por Sólsun, ocuparon las tierras del occidente, entre la hendidura de los duendes y el mar. Fundaron dos ciudades, Galdenor y Volkentis. Galdenor fue construida en el centro del mundo, frente al océano y al lado del primer peldaño de la escalera de Caelvala, que había sido antaño el trono de Mordod, el rey de las sombras, y en el umbral de la escalera fue edificada una capilla de vidrieras y mármol, símbolo del nexo entre el cielo y la tierra. En Galdenor, Sólsun mandó construir un palacio y la ciudad, cuna de la filosofía y de las leyes, resplandeció en la tierra. Sólsun el radiante se convirtió en el hijo predilecto de Potestor, que le nombró su heredero, y ningún otro dios se sintió ofuscado por ello, pues de Sólsun manaba un aura de amor y de hermosura y todos le querían.

En la ciudad de Volkentis, un poco más al sur, el pueblo elegía a sus propios gobernantes entre los más sabios y los poetas. Volkentis era la ciudad de las artes, la ciudad alegre, que recordaba Caelvala en los tiempos en que vivían los duendes, y que de vez en cuando también pecaba de exceso y libertinaje.

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Tolviyo y Elvenya, los duendes que habían talado y obrado el cetro del rey de los dioses, fueron enviados por Potestor para ocupar la tierra que permanecía virgen. En la llanura dónde había tenido lugar la primera batalla del mundo entre los gigantes y los duendes, Elvenya fundó Betelinad, una noble fortaleza tallada en el flanco de un acantilado, y en la cima mandó esculpir el busto gigantesco de Potestor surgiendo de la roca, para servir de atalaya frente a la hendidura dónde habían sido proyectados antaño gigantes y dragones. En cuanto a Tolviyo y su pueblo, se instalaron en las montañas opalinas de Untarok, en el sureste del mundo, dónde la grieta de los duendes formaba multitud de cuevas inmensas. Penetraron en lo más profundo de la piedra y excavaron las montañas, en busca de los secretos sepultados en la roca. Al perforar sin treguas la montaña, descubrieron el tesoro que yacía en la roca, los metales y las gemas y se convirtieron en los mejores herreros y orfebres del mundo.

Doyo y Unaya se quedaron en Nedeleis. Skwedin tuvo una descendencia numerosa. Sus hijos más fuertes se convirtieron en guardianes de la fortaleza de los cielos, otros se convirtieron en sirvientes a las órdenes de la casta Unaya, la encargada de la intendencia del palacio, que ordenaba con discreción y lo controlaba todo hasta el menor detalle. El resto de los hijos de Doyo cultivaba con su padre los vergeles celestes. Los duendes bajaban regularmente hasta la tierra para repartir los alimentos de Caelvala a los habitantes del mundo, porque en la tercera edad no existían aún los árboles, las frutas, ni tampoco ninguna planta alimenticia en la tierra.

Y para sellar esta armonía, algunas estrellas decidieron descolgarse del cielo para vivir entre los duendes e iluminarlos con su bondad y sabiduría.

Poco a poco los duendes se convirtieron en humanos. Pero en esta época, no estaban todavía condenados por el tiempo. La muerte no existía, o por lo menos no estaba en la naturaleza intrínseca de los seres, que no envejecían más allá de los treinta años y tan solo perecían cuando su necedad les llevaba a pelearse entre ellos o cuando dragones y gigantes salían de sus refugios para sembrar la destrucción y recordar el principio de los tiempos. Por suerte, en esta era de concordia, no hubo prácticamente ninguna guerra.

 

El rey Potestor había madurado. Su barba había crecido y su envergadura se había afirmado. Sin embargo el mundo aún estaba en sus albores. A su lado, Mayda su madre había recobrado su rostro joven y grácil. Una nueva armonía reinaba en el universo, una armonía ligera y volátil, y ella se regocijaba. Por desgracia, unos eventos trágicos pronto iban a acabar con esta felicidad efímera. Pero por el momento, Mayda, la madre del tiempo, miraba el mundo con amor y soñaba con un hermoso porvenir.

Sí, el mundo era bello en la tercera edad, siempre naciente, siempre cambiante, y los que poblaban el universo eran felices bajo el resplandor del nuevo astro de Sólsun, el príncipe heredero.

Tan sólo el antiguo gigante Oynog se lamentaba. Vagando sin rumbo en las montañas septentrionales, aullaba ciego bajo el sol y a veces los hombres oían su queja a lo lejos.            

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