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CRÓNICAS DE LAS SIETE EDADES 

Cuento  mitológico, ensayo sobre el poder, el amor y el tiempo.

Prólogo

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Al principio de cada cosa,

antes del todo,

antes del mundo;

en los tiempos de antes del tiempo

que nace y mata,

ofrece por azar y arrebata siempre,

del tiempo amo de las cosas

y soberano del alma,

¿qué había?

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¿Qué había al principio?

¿Qué habrá al final?

Estas dos preguntas

nos están vetadas,

pero el humano angustiado

cuestiona sin cesar

hasta que la muerte por fin

le otorga la respuesta.

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Y como no podía saber

el humano inventó

y con locura creyó en sus fantasías

a las que llamó fe.

Sin embargo...

La existencia de los dioses

siempre será un hecho improbable

pues únicamente sabemos que no sabemos nada.

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Así pues, como sólo la imaginación nos está permitida,

aquí está la leyenda del tiempo,

un cuento que descuenta las siete edades del mundo

hasta su destrucción,

ya que todo lo que nace es llamado a perecer,

todo principio lleva a su fin,

todo fuego a la ceniza

y todo brote al óbito

 

He aquí la leyenda del tiempo,

redonda como el mundo,

sin moraleja alguna,

inventada sin otra razón

que la de pasar el tiempo

aguardando la muerte.  

POEMA 1:

Los tiempos sin tiempo. 

Canto 1.

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Mucho antes

de los tormentos del mundo,

en los tiempos de antes del tiempo

estaba la Armonía,

la hierática y soberana,

efímera y eterna felicidad,

el tiempo sin curso, prisionero

del amor único

en el universo ausente.

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Escupidos en el vacío, 

augurando las desgracias venideras

nacieron los dos primeros dioses

Mayda y Mordod,

la mujer y el hombre,

la luz y la noche,

el orden y el caos.

 

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La mujer y el hombre,

el día y la noche,

todos los elementos

formaban un único cuerpo,

y todos los contrarios

un solo espíritu;

la perfecta Armonía reinaba sobre la nada.

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Pero todo

pasa y perece,

incluso el amor

y la Armonía se rompió.

 

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Los primeros amantes

de los albores del tiempo

que eran misma carne,

con un solo corazón

y una sola mente

dejaron de enlazarse.

Se desunieron,

nadie supo, sabe ni sabrá

por qué razón

y de aquel desgarro

nació el mundo.

 

 

 

 

 

Sin embargo, tras una eternidad de vanos esfuerzos, Ayli empezó a dudar.

 

“¿De qué sirve crear, si todo muere al instante, si cada nueva vida lleva con ella el sello de la desgracia?” pensó por primera vez.

 

“¿Y si Trom tuviera razón? ¿Y si sólo importase la felicidad, y todo el resto fuera locura?”


Ayli, hastiada, se tumbó en la arena fría y se durmió. En sus sueños reaparecieron los tiempos alegres de la armonía.

Canto 3.

De repente una luz intensa la deslumbró. Se despertó de un sobresalto. El sueño se había hecho realidad y había nacido una estrella nueva, más brillante que ninguna, que ascendió lentamente al negro firmamento. Era la estrella del Norte, que ayuda a los viajeros a encontrar su  senda en la noche y a esclarecer sus dudas.

Mayda se dejó guiar por la estrella que la llevó hasta el trono de su esposo, en medio del mundo. El rey estaba dormido. Era sombrío, era horrendo, pero Mayda, cegada por la luz, tan sólo vio una silueta deslumbrante.

 

Silenciosamente, deshizo el manto de su esposo, y sin despertarlo, dejó que penetrara en su carne. Hizo el amor al rey dormido, que le hacía el amor también, en sus sueños, sin levantar los párpados. La armonía  reapareció fugazmente antes de desvanecer, reminiscencia efímera de los tiempos sin tiempo.

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Canto 2.

Mordod era rey en la tierra, en la roca infinita, en el horizonte sin vida de los albores del tiempo. Reinaba sin cuartel en su trono de piedra en medio del mundo. Sombrío y severo, moraba allí, impasible, añorando el tiempo de la armonía, la génesis del amor eterno. Y se lamentaba: 

“Sólo importa la felicidad, lo demás es locura”... Ella había roto la armonía, para crear mil cosas en el universo. La felicidad eterna no le había bastado, ella había querido conocer la belleza del efímero presente, la promesa del porvenir, la nostalgia de los recuerdos. Ella había destrozado la armonía, para crear el tiempo. Y en su trono de piedra, en medio del mundo, Mordod se lamentaba:

 

“Sólo importa la felicidad, lo demás es locura”

 

Ella era la vida y él el fenecimiento, 

ella creaba y él destruía,

ella había hecho la luz pero él la había cubierto con su manto de noche.

Sólo quedaban las estrellas dispersas en la bóveda del cielo, como la esperanza que nunca desvanece y se burla de la muerte.

 

Mordod se quedaba sentado en su trono en medio del mundo, rumiando su tristeza; y sus pensamientos cobraban vida. Del veneno de sus palabras, de los senderos sinuosos de su mente, del fuego de su rabia nacían las serpientes. Se deslizaban por el desierto, se insinuaban en cada recoveco del mundo para cazar las creaciones de Mayda. Todo lo tragaban, todo lo sorbían, y luego escupían polvos y piedras. Nada se les escapaba, Nada, excepto el fuego de las estrellas, altaneras en la cúspide del cielo, que los monstruos reptantes no lograban atrapar.

 

Mordod estaba habitado por pasiones contrarias. Rencor, celos y cólera… “Sólo importa la felicidad, el resto es locura”... Él era el cuerdo y ella la insensata. Mayda era la única culpable de todos los males, había roto la armonía, había matado el amor y reportado su ternura hacia las mil cosas que generaba. Pero él las aniquilaba, quería seguir siendo el objeto único de su pasión; y como el amor ya había muerto, él la odiaba con toda su fuerza. No podía pasar sin ella y la forzaba.

Mayda había perdido el destello de su belleza de antaño. El dolor y la desgracia habían deformado su cuerpo, ya no era más que una anciana macilenta llorando el sufrimiento del mundo. Daba a luz a los hijos de Mordod, los hijos de la violación, los gigantes, todos horrendos y deformes, innobles y sin espíritu. Estos retoños del caos vagaban por el desierto, cazando serpientes para comer su carne y matando el tiempo con sus juegos bárbaros.

Lanzaban largas jabalinas en el cielo umbrío y a veces lograban perforar alguna estrella, que caía fugaz en la noche fría y agonizaba a sus pies. Los hijos de Mordod contemplaban, atónitos, el fuego que se moría, deleitándose con el calor en sus pieles gruesas. Pero siempre el fuego se disipaba, y de pronto no quedaba más que cenizas en el desierto. Entonces la manada de los gigantes aullaba de rabia y sus gritos enloquecidos desgarraban las tinieblas.

El uno contra el otro, los dos viejos amantes acababan de engendrar a un hijo, fruto de la armonía. Mientras estaba encinta, Mayda no golpeó su barriga como lo hacía con cada uno de sus odiosos retoños, y al nacer el bebé era más pequeño que sus hermanos gigantes, pues había rechazado crecer para no herir a su madre durante el parto.

 

Mayda guardó en secreto el nombre del niño, Potestor, que significa en un idioma olvidado por todos “el que se vuelve sabio”. Mordod, viendo al neonato tan enclenque, prorrumpió en risa, pero al notar que Mayda lo mimaba amorosamente, arrancó al retoño de los brazos de su esposa y le prohibió acercarse a su prole. Ella fue desterrada y tuvo que marcharse al otro lado del desierto para instalar su morada en una gruta secreta, más allá del horizonte.

 

Mordod dejó al niño en la manada de los gigantes. Pronto, se convirtió en el hazmerreír de todos, la víctima perfecta de sus juegos crueles, él tan hermoso y pequeño entre los hijos de la fealdad. Pero el niño no reaccionaba. Ningún odio, ningún rencor lograba mancillar la pureza de su corazón, el fulgor de sus ojos inocentes. Tan sólo huía, de vez en cuando, para errar sin rumbo por el desierto, lejos de la manada. Corría hasta perder el aliento en la inmensidad, libre, despreocupado, y luego, extenuado, se tumbaba en la arena para contemplar las estrellas en la bóveda del cielo. Les había dado un nombre secreto a cada una, y le gustaba hablarles, pues eran sus únicas amigas.

 

Una vez, en una de sus huidas, el niño se alejó más que de costumbre del campamiento de los gigantes y descubrió una cueva. Entró, atraído por un fulgor que manaba de lo más profundo de la piedra. Y allí, en las entrañas de la roca, había una mujer joven y hermosa. Su abundante cabellera de luz iluminaba la gruta.

 

“Te saludo, Potestor, hijo mío, dijo con una voz suave. Sabía que tarde o temprano vendrías a visitarme.

- ¿Quién eres? Preguntó el niño, atemorizado.

- Soy Mayda, tu madre. Ven a besarme, hijo mío.

- ¡No eres mi madre! Gritó el niño. Dicen que mi madre es vieja y horrible, y que nos odia a todos, pero tú eres hermosa.


- También puedo ser fea, prosiguió la mujer. Soy la dama de los dos rostros, todo depende de la manera en que me miran. Si tienes esperanza, si confías en el porvenir y no temes a la muerte, soy bella y joven, y siempre te sonreiré. Pero soy mala y más terrible que la muerte si quieres violentarme o retenerme prisionera. No soy más que el reflejo de las miradas que me echan. Tú me viste bella porque llevas contigo la promesa del hermoso mundo que pronto nacerá. Potestor, hijo mío, tú eres mi única esperanza. Debes destronar a tu padre y convertirte en el rey de las nuevas edades.

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- Pero... ¿De qué modo?

 

- Debes matar a tu padre, y subir al trono

 

- ¡No! Yo no deseo la muerte de nadie. ¡Y tú, eres aún más mala que mi padre!”

 

El niño, aterrorizado, salió de la cueva tan rápido como pudo, y se puso a correr, hasta perder el aliento por el desierto, intentando escapar de su destino.y de las nuevas edades.

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Canto 4.

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De vuelta en la manada, el niño, perdido en sus pensamientos, tropezó con Oynog el tuerto, el más temido de todos los gigantes e hijo predilecto de Mordod. Como respuesta, el coloso asestó al crío un formidable puñetazo que le tumbó en el polvo, provocando la risa de todos.

 

De un manotazo, Potestor secó el reguero bermejo que se derramaba de su labio. En su boca el sabor de la sangre llamaba a la sangre, y por vez primera, el niño sintió odio. Recogió del suelo un guijarro afilado y, levantándose de repente, lo tiró con toda su fuerza hacia hocico del gigante. La piedra alcanzó el único ojo válido de Oynog, y se plantó en su órbita.

Canto 5.

Todos olvidaron a aquel muchacho insensato que se había escapado. Sólo Oynog el ciego guardaba para siempre su recuerdo, marcado en su carne, y sólo la venganza podría apaciguar su dolor.

 

Sin embargo, el niño volvió a ver a su padre en el trono de piedra en medio del mundo. Delante del rey, desplegó una extraña red dorada, que su madre Mayda había trenzado en su cabellera. Ató la red a una flecha, cogió el arco de su padre, lo tensó y tiró la flecha apuntando a las estrellas.

 

Al caer, la red estaba llena de luz. Un ser salió de la malla, y luego otro, seguido de un tercero, de un cuarto, de una multitud hasta el número de siete veces siete. Eran pequeños, delgados y tristes, con el cabello de oro o de plata, y dos ópalos encendían sus rostros de nácar.

 

“¿Qué tipo de magia es esta?” vociferó Mordod.

 

Uno de los seres avanzó hacia él.

 

“Soy Istaril, el príncipe de las estrellas, y aquí están mis hermanos. Somos el fuego de la esperanza. Dispersos, minúsculos y sin embargo iluminamos la tierra. Algunos de los nuestros cayeron por culpa de vuestras flechas y jabalinas y sus cuerpos, muriéndose, os calentaron durante un tiempo, pero brillamos con fuego eterno para quien sabe domesticarnos.”

 

Mordod tuvo que aceptar su derrota, pero enseguida recobró su soberbia y declaró a Potestor:

 

Los gigantes se quedaron atónitos. El coloso cegado berreaba como un demente y el pequeño hazmerreír se mantenía orgulloso, sin temblar, en medio de la manada.

 

Llevaron acto seguido al niño a ver a su padre, en su trono de piedra en medio del mundo. El rey de las sombras observó, incrédulo, al más enclenque de sus hijos, y luego declaró:

“Entonces, he aquí al último de nosotros que se vuelve temerario. Heriste a mi hijo favorito. Estás loco. ¿Crees acaso que soy capaz de perdonarte?”

 

Potestor miró fijamente a su padre, sin vacilar. En cuanto había derramado sangre había dejado de ser niño. Contestó con voz firme:

 

“Estoy aquí para destronarte”

 

Mordod soltó una carcajada estruendosa y la manada entera de los gigantes se rió con él.

 

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“Por lo menos, no te falta valor, dijo entonces el rey. Heriste a Oynog y ya te crees grande bajo las estrellas. Pero eres el más endeble de todos... ¿Así que te atreves a desafiarme? Pues que así sea. Te enseñaré mi poder en tres pruebas. Si me vences en estas tres pruebas, entonces te cederé el trono. Pero si fracasas en una sola prueba, daré tu cuerpo de comer a todos mis hijos, y tus ojos a Oynog, para que recobre la vista”

 

El rey de las sombras cogió su gran arco de hueso, tallado en la costilla del dragón más fuerte. Tensó el arco con todos sus músculos y la flecha se perdió en la noche. Siete estrellas cayeron perforadas en el suelo. Se quemaron en la arena fría y cuando se extinguieron, Mordod declaró:

 

“Si consigues con una sola flecha que caigan más de siete estrellas, entonces habrás ganado la primera prueba”

      

El niño, agobiado por el pánico, se echó atrás y aprovechó las risas de los gigantes para huir. Se echó a correr, y corrió tanto como pudo por el desierto, hasta perder el aliento, huyendo otra vez de su destino. Mordod quiso matarlo con una flecha, pero de repente las estrellas se apagaron para proteger

al niño en su fuga.      

 

 

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“Pretendes ser rey, pero no eres más que un niño. Un rey no es nadie sin sus hijos, sin un pueblo que obedece, un pueblo fuerte apegado a su jefe que los guía, los ama y castiga. Engendra un pueblo, antes de pretender ser rey, pues los gigantes no son de tu raza y no te aceptarán nunca en el trono. Mientras tanto, mis hijos se prepararán para enfrentarse a tus huestes. Si obtienes la victoria, habrás ganado la segunda prueba y ya sólo te faltará una para derrocarme. Sí, engendra un pueblo... Aparéate con tu madre, si quieres, pero poco tiempo tienes antes de que el más temible de los ejércitos avance hacia ti”.

Mordod se marchó, dejando al niño solo en medio del desierto. El rey de las sombras preparó a los gigantes para el combate venidero. Desde lo más alto de las montañas, en lo más hondo de las cuevas, por las gargantas y desfiladeros, se oía el estrépito de las armas, las risas de los gigantes entrenándose al cruel juego de la guerra.

 

Mientras tanto, el niño estaba solo en medio del desierto, abandonado por todos. Las estrellas habían regresado al firmamento, y Mayda su madre tampoco contestaba a sus llamadas.

 

Potestor rompió a llorar. ¿Cómo iba a engendrar un pueblo? Se quedó un largo rato inmóvil, preso de su tristeza, cuando de repente, se dio cuenta que con su mano distraída, por azar había acariciado el suelo, y allí había grabado un dibujo. La arena mezclada con sus lágrimas se había vuelto arcilla. El niño juzgó el dibujo y le pareció hermoso, entonces dejó errar sus manos, divagar su espíritu, y logró olvidar su desgracia.

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Moldeó multitud de siluetas y rostros en el desierto, hasta que el cansancio se apoderó de él. Se durmió entonces en la arena mancillada con sus propias lágrimas, debajo del manto de estrellas. Miles de estatuillas yacían en el suelo. No eran grandes ni hábilmente cinceladas, pues la tierra del desierto era gris y polvorienta, pero manaban de un corazón puro y de un alma artista.

 

En el sueño del niño, las estatuas se animaron y se pusieron a cantar:

 

 

 

 

 

 

 “Una tierra, un sueño, un rey

Unidas son piedra y carne

El niño convertido en hombre

Es nuestro Creador y padre”

 

Potestor despertó: allí estaban, de carne y hueso, los hijos de sus sueños infantiles, el pueblo de los duendes, gesticulando y formando una gran algarabía aclamándole.

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Los duendes bailaron en un gran corro y por vez primera se oyeron melodías y cantares en el desierto. Pero la danza cesó de golpe, pues se oyó a lo lejos un rugido ensordecedor. Eran los gigantes que acudían a la guerra.

 

En la cima de las montañas, en las gargantas y en los desfiladeros retumbaba el paso del ejército de Mordod. Avanzaban como un cuerpo atormentado en las laderas de las montañas, como un cuerpo único dotado de miles de puños dispuestos a moler, miles de hocicos dispuestos a engullir.

 

Delante de sus huestes caminaba Mordod, el rey de las sombras, agarrando la mano de Oynog, la venganza ciega, y ambos en las tinieblas guiaban el paso de la manada. Alrededor de los gigantes, bullían serpientes, dragones y salamandras. En el suelo reptaban, en el aire revoloteaban, dentro la tierra se sepultaban.

 

El paso de los gigantes resonaba hasta lo más profundo de la roca. Potestor sentía pánico, tenía ganas de huir como siempre por el desierto, pero se repuso: ahora era padre y rey, debía superar su miedo para proteger a sus hijos. Entonces reunió a los duendes y declaró:

Canto 6.

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“Hijos míos, poneos a trabajar. Cavad, cavad tanto como podáis, una brecha larga como la mitad del mundo y que llegue a lo más hondo de la tierra.”

 

Los duendes se pusieron manos a la obra. Excavaron una fisura en la roca, y trabajando sin tregua, consiguieron olvidarse de los gigantes que avanzaban hacia ellos.

 

Pronto Potestor los presintió acechando en la sombra. Mordod se encontraba en lo más alto de la montaña, escrutando el valle, sin lograr adivinar cuál era su enemigo. A su lado, Oynog el ciego aspiraba el aire frío, buscando en el viento el olor del adversario. El pueblo de los gigantes seguía detrás, armados con mazos y jabalinas. Los dragones se arremolinaban encima de sus cabezas, se enrollaban en sus brazos, se insinuaban en sus pies.

Mordod ordenó por fin el asalto y los gigantes bajaron corriendo la pendiente, arrastrando tras ellos nubarrones de polvo.

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Cuando de repente....

De repente el firmamento se abrasó. Hubo un gran fulgor y las estrellas se soltaron de la bóveda del cielo. Miles de luciérnagas cayeron en picado sobre el ejército gigante, formando una gran humareda titilante, danzante y cegadora. Los gigantes intentaban atrapar las estrellas fugaces con sus dedos gruesos. Se debatían a ciegas, golpeando al azar, por instinto, luchando en vano, pues cuando lograban apoderarse de una estrella, se quemaban las manos y las soltaban enseguida.

 

Numerosos gigantes rodaron arrastrados por su propio peso hasta el valle. Los demás corrían detrás de los fuegos fatuos que centelleaban delante de sus ojos y los guiaba irremediablemente hacia el precipicio. Los colosos perseguían la luz ligera que les enloquecía, que los llevaba a la destrucción como el pastor conduce su rebaño hacia el matadero.

 

Mordod les ordenaba que se quedaran quietos, les exhortaba, suplicaba, en balde. Los gigantes maravillados se abalanzaban hacia su propia muerte, arrollados por las estrellas, hechizados por la insostenible atracción de la luz. 

 

Fue tarea fácil precipitarles en el barranco. Los duendes les hicieron tropezar colándose entre sus pies deformes, y el pueblo menudo pronto venció a estos cuerpos inmensos desprovistos de razón.

Uno tras otro cada gigante cayó al abismo

Cayó sin fin, cae todavía y seguirá cayendo

Sus gritos resonaban y aún resuenan

Y a este grito que nunca perece, lo llamaron eco.

 

 

No obstante, unos pocos gigantes lograron evitar la caída y corrieron despavoridos hacia el septentrión, hasta refugiarse en las cuevas más profundas del mundo. Y desde entonces, la raza de los gigantes recela más que nada de la luz, tal como la bestia feroz teme el fuego de los hombres.

 

Al final del combate, las estrellas volvieron a la bóveda celeste, dejando una nube sutil de oro y plata en el campo de batalla.

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Canto 7.

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Contemplando la derrota, Mordod desde lo alto de la montaña apuntó al cielo con su índice, y de repente una nube de dragones alzó el vuelo, luego apuntó hacia el suelo y las serpientes reptantes se dirigieron hacia la llanura.

 

El ataque fue breve, una multitud de garras como cuchillos, de colmillos envenenados, de cuerpos asfixiados, de mordeduras y cortes. Los duendes escaparon, presos del pánico y pronto el silencio se hizo sobre la faz del mundo. Los dragones y las serpientes se habían impuesto en el desierto y Mordod saboreaba su victoria.

 

Sólo doce duendes habían conseguido sobrevivir, refugiándose con Potestor su padre en una gruta cuya entrada era tan estrecha que ningún dragón podía deslizar su cuerpo para penetrar en ella. Los duendes se veían ya condenados para siempre a quedar prisioneros de la piedra, huyendo de la muerte reptante que había devorado la última esperanza del mundo.             

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Pronto una luz iluminó los rostros de los doce duendes en la cueva. Apareció Istaril, el príncipe de las estrellas, que con voz suave dijo:

 

“No te atormentes, niño rey, ni vosotros, pueblo menudo. Quedaos aquí, dejaos acunar por la tierna penumbra en el corazón de la tierra. Pronto saldréis y se hará la luz.”

 

Istaril dirigió una sonrisa a Potestor, una sonrisa triste como un adiós y salió de la cueva. Avanzó solo hacia la llanura rebosante de serpientes. Caminaba recto, abriéndose paso entre los cuerpos sinuosos de los reptiles.

 

Entonó una canción. Su voz clara corría hasta el abismo, alcanzando el eco de los gigantes caídos. Al llegar al campo de batalla, acabó su primera estrofa y una serpiente le contestó con una mordedura audaz. Alrededor del peregrino, los dragones se agrupaban, intrigados por esta presa tan fácil. Pero el ser incandescente retomó su camino y su cante, más decidido que nunca. Al finalizar la segunda copla, los monstruos se abalanzaron sobre él. La sangre brotó en el gélido desierto. El peregrino ya no era más que un muñeco desarticulado a la merced de las viles criaturas. Pero Istaril prosiguió, hasta acabar su tercera estrofa, y en un último estertor, saltó en la brecha cavada por los duendes. 

Con él cayeron todas las serpientes, sanguijuelas y salamandras agarradas a su cuerpo. Y así fue cómo, gracias a su sacrificio, la plaga de los reptantes horripilantes desapareció de la faz de la tierra.

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Desde lo más profundo del abismo, horadando las tinieblas, apareció una estrella nueva, que subió poco a poco, ligera, hasta alcanzar el cénit. Era la estrella del Sur, el alma de Istaril y de ella manaba una gran luz que esclareció y calentó cada rincón del universo.

 

Oynog sintió el calor desconocido en su piel, Mordod protegió su mirada con el revés de su mano. Ambos, en medio de la claridad, seguían en la oscuridad. Titubeantes, bajaron de la cresta. El gran rey ya no era grande ni rey, tan sólo un anciano tembloroso en medio de la luz.

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“La culpa de mi desdicha la tiene el tiempo, declaró al rato el viejo rey. El amor es la luz eterna pero el tiempo la convierte en fuego, que lo abrasa, lo devora todo y siempre acaba muriendo. Todo está condenado a pudrirse y a perecer. El tiempo es más fuerte que el amor, por lo tanto vivir es vano.

Hijo mío, ahora vas a sucederme en el trono del mundo, pero sepas que el amor también te hará perder la razón. Por una mujer, como yo perderás tu reino, y harás que renazca el caos de la edad del tiempo sin tiempo.”

Pero Potestor, el nuevo rey de las edades, en su fogosa juventud, no escuchó las palabras del viejo soberano, sólo escuchó el gemido de la venganza en su fuero interno. Tampoco dejó que su madre otorgara el perdón. Cogió una lanza y la clavó en el pecho de su padre que estaba llorando de rodillas frente a él. La sangre del viejo rey se derramó, regando el desierto, y así apareció la vida en el mundo.

“Padre, dígame la tercera prueba” ordenó Potestor.

 

Mordod dudó. Su hijo le miraba fijamente, impasible, soberbio. Su rostro había perdido sus rasgos infantiles. El mundo había envejecido repentinamente, una edad nueva estaba a punto de llegar. Mordod, cabizbajo, balbuceó:

 

“Al fin y al cabo, mi reino y mis hijos poco me importan. Sólo cuenta para mí aquel amor perdido para siempre. Mayda ahora es vieja y mala, y la armonía desapareció. Ojalá pudieras enseñarme de nuevo al ser que tanto quise, tal como era en la edad de la armonía y te ofreceré sin rechistar todo este desierto.”

 

Potestor disimuló su sorpresa y fue a buscar a su madre, que él siempre había visto hermosa y joven. Así también la vio Mordod, pues el odio por fin había desaparecido de su mirada. Su esposa resplandecía en la luz naciente, ella era de nuevo la belleza del albor de los tiempos.


Mordod mojó sus ojos y Ayli lloró de pena.

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Oynog el ciego se tumbó al lado del cuerpo del rey de las sombras, pero Potestor no pudo resignarse en matarlo también a él, así que dejó al coloso abrazado al cadáver de su padre, llorando lágrimas de sangre con su ojo vacío.

 

Sus llantos sangrientos resonaban en la llanura

Resuenan y resonarán contestando al eco

Hasta que algún día, aquella queja, más allá del abismo

Llegue hasta el alma de Mordod y la despierte

Y que Oynog por fin hereda de la mirada de su padre

Miles de años más tarde, en el crepúsculo del mundo.

 

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