Poema 3: El tormento de las almas.
Canto 1
Es vano contar los tiempos alegres, pues la felicidad se vive y no se describe, mientras los dramas necesitan narrarse con detenimiento. La edad de la concordia duró mucho tiempo, hasta que una gran desgracia conmovió el mundo e hizo olvidar de golpe la dicha de épocas pasadas.
Elyor sentía poco a poco como el aburrimiento lo devoraba, como la languidez le roía lentamente el cuerpo, el corazón y la mente. El hastío acompañaba su jornada infinita, pues en aquellos tiempos no existía la noche.
Así que, cansado de quedarse siempre en su palacio, decidió finalmente bajar los mil y un peldaños que le alejaba de la tierra para dejar ahí divagar su alma.
Se fue por el desierto, como en su niñez, en los tiempos sin tiempo, vagando solo por la tierra infinita.
Contempló con sus ojos intrépidos el sol que horadaba el cielo impasible. Quiso desafiarlo con la mirada pero no logró sostener su afrenta. Entonces cerró los ojos y en lo más profundo del vacío los rayos deslumbrantes quedaron enganchados a sus pestañas. Ciñendo sus órbitas, una multitud de luciérnagas bailaban bajo sus párpados.
El sol en sus ojos cerrados lo guió entonces hacia el lecho de un río evaporado donde fluían arenas negras y gravillas. Se desnudó y como un niño perdido en la inmensidad del horizonte, dejó que el estertor del viento acariciara su melena y su nuca, que el sol inundara su torso.
Se tumbó boca abajo, con el vientre y el sexo rascando la tierra pedregosa. Poco a poco moldeó su lecho acurrucándose en la arena, se sepultó en las piedras líquidas y se dejó penetrar por los sentimientos del mundo.
Y en aquel pliegue de tierra árida que agrietaba el horizonte infértil se dejó mecer por la melancolía suave, el vaivén de sus emociones indolentes. Deliraba y luchaba, a medio sueño, como cuando los niños experimentan una exquisita pesadilla y no quieren despertarse.
El viento ronco le incendiaba la espalda, el sol corría estremeciéndole la piel. La arena tibia se mojaba poco a poco con su sudor, la tierra convertida en barro exhalaba olores animales que se extendían en sus mejillas. El río seco se convertía en su amante, sentía su crecida en la punta de su sexo erguido enterrado en la piedra. Y de repente, estalló una ola formidable que le arrastró hasta el sueño más profundo.
Se despertó con mil arañazos en su sexo y en su vientre. Alrededor suyo zarzas y espinos blancos habían surgido de la roca, un riachuelo fluía vivaz y límpido a sus pies, un arbusto ornado con miles de flores le rodeaba ahora, como una alcoba que le protegía de las embestidas del sol.
Contempló las flores, estupefacto. Mil colores y olores declinaban todas las emociones del universo. Eran fruto de su siembra, de su acto de amor con el mundo y el aroma exquisito de las flores seguía embriagándole, invitándole a emparejarse de nuevo.
Canto 2
Al rato, el joven rey oyó un canto que zumbaba en el viento y acariciaba las rosas. Guiado por la melodía suave, Elyor se abrió camino entre las zarzas, siguiendo el riachuelo que se ensanchaba, y luego, como adivinó la sombra de una silueta cercana, se tumbó de repente debajo de una espesura de rosas silvestres. Delante de sus ojos exorbitados, apareció entonces una mujer.
Ella nadaba en el río. Su cuerpo deformado por el agua se movía con gracia, fragmentado por mil reflejos y olas sutiles. Lentamente, ella salió del río y desveló a Elyor uno a uno sus atributos: sus hombros, su pecho, su vientre, su pubis, sus caderas y sus nalgas, sus piernas y sus pies ligeros que rozaban la hierba dulce. Estaba desnuda, fresca como el agua, rosa entre las rosas y tan bella que ninguna palabra hubiera sabido describirla.
Ondulando entre las cañas, fue a sentarse en una alfombra de musgo, y empezó a peinar su abundante cabellera que dejó caer en sus riñones, sin dejar de susurrar su fascinante melopea. Las hojas y los pétalos de los arbolillos floridos caían sobre ella y vestían a la tierna criatura, sus sombras moteaban su cuerpo radiante.
Elyor contemplaba la escena, agazapado en el suelo, inmóvil. Gotas de sudor corrían por su frente, su corazón palpitaba con fuerza, prisionero en su pecho. Estaba clavado en el suelo, sin poder moverse. El tiempo para él se había parado en el instante.
Pero pronto, otra silueta apareció entre los bosquecillos. Era Lyelos, el dios del sol, hijo predilecto del rey y heredero de Sidarap. El dios, que desde lo más alto del cielo podía escrutar el mundo en sus más mínimos detalles, había descubierto los arbustos y ahora se acercaba a la desconocida. Lyelos saludó a la doncella y ambos intercambiaron unas palabras anodinas; sin embargo, más allá de las palabras, Elyor entendió enseguida el lenguaje de sus miradas, de sus gestos, de sus sonrisas. Era un diálogo armonioso que no necesitaba discursos, un baile gracioso tan solo esbozado con los ojos. Los dos jóvenes eran hermosos y gráciles, pero el rey que los espiaba en la sombra, en vez de regocijarse con el espectáculo, sintió la cólera apoderarse de él, poco a poco, sin conocer la razón.
Lyelos dio a la mujer el nombre de “Emya”, que significa “sonrisa”, y le hizo un vestido con flores recogidas en los matorrales. Luego la invitó en Nominor, la ciudad deslumbrante construida en el centro del mundo, de la que él era príncipe. Elyor miró como ambos se marchaban, dándose la mano. Quiso irrumpir, interponerse entre los dos dioses, pero no lo logró y se quedó allí, petrificado de miedo, aterrado y cobarde.
Volvió a su palacio celeste y se instaló, fatigado, en su trono. Enwë, la sirviente de Sidarap, viendo al rey tan triste, quiso animarlo y mandó acudir a músicos, bailarines, acróbatas y rapsodas para entretenerle, pero los corros le parecieron monótonos, las epopeyas de los bardos soporíferas, los manjares delicados preparados por Enwë, insípidos. Y bajo la mirada afligida de la pobre sirvienta, Elyor abandonó la fiesta, para ir a la terraza de cristal, donde permaneció sentado sin beber ni comer, al acecho de la silueta de Emya que bailaba en el mundo de abajo. En cuanto a Lyelos, que acompañaba cualquier movimiento de la diosa, Elyor lo fulminaba con la mirada. El rey estaba celoso, pero no lo sabía y poco a poco el odio estaba cegando sus ojos, acaparando su mente, sin que él se diera cuenta.
Canto 3
Una vez en Nominor, Lyelos, príncipe de la ciudad, organizó una gran fiesta en honor a su invitada Emya, diosa de la sonrisa y dama de las flores. Mandó mensajeros a los cuatro rincones del mundo para anunciar la nueva, encargándoles de distribuir flores de todos los colores y olores en su camino. Los dioses y los reyes de los hombres respondieron a la invitación de Lyelos y llegaron en cortejo hasta la ciudad del príncipe. En Nominor, todo era música, baile, cantos y risas.
Por desgracia, algunos no acudieron a la cita. Ni la gente de Zwodin, que vivían en las entrañas de los montes opalinos, ni los reyes guerreros de Khand y de Gothrod, ni su señor y amo el dios Wefel. El rey de los cielos, Elyor, les había ordenado que se quedaran en sus respectivos reinos, pues eran guardianes de la gran hendidura de dónde podían brotar en todo momento gigantes y serpientes. Pero las ausencias más comentadas fueron la del mismísimo rey de los dioses y de su madre Ayli, que nadie sabía cómo interpretar. En realidad, Ayli, la dama de las dos caras no había sido advertida por su hijo, y este último, roído por los celos, se había negado a asistir a la fiesta.
Sin embargo los demás dioses estaban presentes y celebraban a Emya, extasiándose con la belleza de las flores y la gracia de la doncella. En una ceremonia alegre, príncipes y reyes depositaron sus ofrendas a los pies de la divinidad. Valgir, pueblo guerrero, ofreció puñales y destrales de oro y de plata finamente cincelada, pero en signo de paz las armas eran de pequeño tamaño y sus filos poco cortantes. Wae’l y los suyos, las gentes de Eflén y de Astald, traían dos frascos. El primero contenía pétalos macerados en el agua más pura, y cuando Emya abrió el frasco, los comensales se quedaron subyugados por los aromas del primer perfume del mundo. El segundo frasco estaba lleno de gotas procedentes de todas las fuentes del universo. Los pueblos de Asgalien y Ramenor, que vivían libre como el aire, ofrecieron una cítara con cuerdas de bronce; Rya’l, la diosa de los cuatro vientos, una cantimplora que contenía una brisa ligera y unos granos de arena dentro de un saquito de lino, y declaró a la asamblea que los regalos suntuosos tan solo servían para comprar a los seres y que él rehusaba obligar a nadie. Los arcontes de Arkheled, la ciudad de los poetas, ofrecieron un pergamino en el que cada uno de los ciudadanos había dibujado su palabra más amada. Por fin, Lyelos otorgó todas las tierras que había alrededor de Nominor y presentó un nuevo vestido a la diosa, tejido con los rayos del sol.
Emya agradeció a los comensales, y una vez cubierta con el vestido, se fue a las tierras que el príncipe le había cedido. Se apoderó de uno de los destrales ofrecidos por Eznoë, reina de Valgir, y trazó en el suelo siete surcos. Luego, depositó en los surcos la arena de Rya’l y regó la tierra con el agua de Wae’l y siete gotas de perfume. Después, cogió la cítara, la dio a Lyelos y le pidió que tocara, improvisando una canción con las palabras de los hombres de Arkheled. La diosa bailó en medio de los surcos, mientras la melodía acariciaba la tierra húmeda, y pronto, bajo la mirada pasmada de los comensales, una hierba fina empezó a eclosionar. Emya giraba con gracia, rozando con sus dedos la hierba suave que bajo su palma crecía y se volvía tan rubia como el pelo de la diosa. Al cabo de un rato Emya hizo parar la música. Con un puñal encorvado ofrecido por Valgir, cortó una gavilla y la enseñó a la asamblea, puño en alto, declarando:
“Amigos, esto es el trigo. El presente más preciado que exista en el mundo. Es la suma de todos los regalos ofrecidos por la naturaleza, el fruto de la paz, de la concordia, del amor entre el hombre y la tierra, el aire, el sol y el agua”
Después de la fiesta, cada uno de los comensales volvió a su tierra con una espiga y una bolsa de semillas, y a su regreso, los hombres empezaron a cultivar la tierra, salvo los pueblos de Khand, de Gothrod y de los montes opalinos, que no habían participado a la ceremonia.
En la terraza de Sidarap, Elyor observaba el mundo, la mirada distorsionada por el odio. Contemplaba el trigo que ondulaba en olas rubias en los pliegues de la tierra, y lo juzgaba con recelo, como antaño había mirado el océano, en los albores de los tiempos. Si los hombres podían alimentarse por ellos mismos, pensaba, ¿entonces de qué servía él, el rey de los cielos, el padre de los hombres, que repartía el maná celeste a sus hijos, los manjares más exquisitos que Skwedin el copero cultivaba en el vergel del palacio de las estrellas?
Canto 4
Pronto una idea vino al espíritu torturado del rey de los dioses, una idea que le permitía a la vez vengarse de Lyelos y conseguir el amor de Emya: puesto que cada rey de la tierra y cada dios había hecho un regalo a la diosa, Elyor iba a ofrecerle también uno, el presente más bello, más fasto, que sin lugar a duda subyugaría a la doncella. Él iba a fabricar un nuevo sol, pero un sol suave, que no quemara ni cegara. De este modo Lyelos, este hijo maldito, caería en desgracia, eclipsado por el astro de su padre.
Para confeccionar su regalo, Elyor pensó en la única luz capaz de rivalizar con el sol, la de las estrellas, sus antiguas amigas. Se fue a la terraza de Sidarap y rogó a la estrella del Norte, que guía a los peregrinos, para que le ayudara en su obra. Pero la respuesta del astro resonó en la mente del rey de las edades:
“¿Por qué quieres dos soles en el universo?”
Elyor pidió de nuevo, con más insistencia, la ayuda de la estrella, y pidió una tercera vez, pero tres veces la estrella rechazó su petición.
El rey de los dioses entonces volvió a su palacio y ordenó a Enwë, la intendente de Sidarap, que le trajera el arco de su padre Trom, hecho en la costilla del dragón más fuerte y que servía para cazar estrellas, antaño, en los tiempos de antes del tiempo. Al oír estas palabras, Enwë se estremeció e intentó disuadir a su amo para que no cometiera esta locura, pero Elyor, alterado, le espetó:
“Tú eres mi sirviente y juraste obedecerme hasta el final de los tiempos. ¿Vas a traicionarme ahora, a la primera contrariedad?”
Enwë bajó la mirada. La casta intendente, como todos los servidores que vivían en el palacio, había hecho la promesa solemne de ser fiel al rey, y ella era sin duda la más abnegada de todos los súbditos del palacio. Sin embargo no podía resignarse a cumplir con una orden tan perniciosa. Se quedó un momento, titubeante, antes de encontrar una respuesta apropiada:
“Mi señor, dijo, no puedo cumplir con esta orden, ya que este arco no le pertenece, es propiedad de su madre, Ayli”
Elyor, confundido, mandó entonces a su sirvienta que trajera a su madre. Ayli apareció en la sala del trono con el arco en la mano. Se lo dio a su hijo, diciendo:
“Hijo mío, antaño te ofrecí la vida, y esta vida ahora te pertenece. Ahora te ofrezco este arco. Si quieres con un solo disparo borrar la nueva armonía que reina en este mundo y hacer resurgir el caos del principio de los tiempos, eres libre de hacerlo”
Elyor se apoderó del arma y casi la soltó al cruzarse con la mirada desconsolada de la bella Enwë. Pero el rey vio como al lado de la sirvienta el rostro de su madre se endurecía para coger de nuevo el aspecto horripilante de los tiempos sin tiempo. Así que, incapaz de seguir en su presencia, abandonó la sala del trono, con el arco en la mano. Una vez en la terraza del mundo, avivado por la ira, disparó a la estrella, que cayó en picado a sus pies. Herido de muerte, el astro ya no era más que un fuego plateado en el suelo de cristal. Y en el cielo, en lugar de la estrella caída, había ahora un agujero, un retal de noche que desgarraba la bóveda clara y azul.
Pero Elyor no se preocupó por la oscuridad del principio de los tiempos que su locura había vuelto a convocar. Se puso a la tarea sin más demora, antes de que el fuego de plata se extinguiera, y moldeó un sol con sus manos. Cuando el fuego tuvo la forma de una esfera, lo lanzó en el cielo, esperando poder así disipar las tinieblas.
Por desgracia, este nuevo sol era demasiado pequeño y su fuego demasiado débil para hacer desaparecer la noche. Era pálido y triste, sin destello, perdido en las sombras del cielo, y al cabo de un momento desapareció, como tragado por la oscuridad. Elyor pensó entonces que la estrella había muerto, y cogió de nuevo su arco, dispuesto a disparar a las constelaciones para retomar su obra, pero justo en el momento en que ajustaba su flecha percibió de nuevo el astro. Se quedó sorprendido, porque ya no tenía la forma de una esfera, sino la de un arco. El alma de la estrella del norte seguía viva y vengativa se burlaba del rey tomando ahora la forma del arma que la había asesinado.
Así nació la luna, fruto de la mentira, este falso sol que enloquece a los hombres y los lleva al crimen. Y así también nació Tyunerion, diosa de la luna, maestra de las ilusiones y de las artes malévolas, que enturbia la razón hablando en sueños, pero que nadie nunca vio ni verá, salvo las almas damnificadas y los hombres justo en el momento de fallecer. Pues Tyunerion es la muerte, una arquera que reparte sus flechas al azar por el mundo, que mata sin arrepentimiento, que nunca falla su diana y posee para cada uno de nosotros una flecha invisible en su aljaba.
Elyor aulló a la luna llena, enrabiado. Pero cuando la luna empezó a decrecer y de nuevo desaparecer en el cielo negruzco, su furia cesó. Por desgracia, en vez de aceptar su derrota, perseveró en su error y elaboró una nueva estratagema.
Se fue a Nominor, la ciudad de Lyelos, construida en frente del primer peldaño de la escalera de los cielos. En la ciudad, los hombres observaban asustados el rincón tenebroso que perforaba el día y la estrella blancuzca plantada en medio de la comisura del cielo, sin entender las razones de este prodigio, pero presintiendo que se trataba de un mal augurio. Así que la venida de Elyor aliviaba su angustia y todos se prosternaron delante de él al verlo entrar en la ciudad.
El rey de los cielos declaró a la gente de Nominor:
“Amigos, una gran desgracia acaba de advenir en el mundo, para probar nuestra valentía. El dragón más vil, más pernicioso surgió de la hendidura de los duendes desde lo más profundo de la tierra. Wefel, mi fiel soldado, guardián de la hendidura, quiso oponerse a la serpiente, pero el monstruo escapó enseguida hacia lo más alto de los cielos, y ya está fuera del alcance de la espada del dios guerrero y de sus jabalinas. De modo que pido ahora a Lyelos, mi hijo y heredero, que vaya a combatir a la bestia que está amenazando al sol.”
La asamblea escuchaba aterrada las graves palabras del rey. Lyelos avanzó hacia su padre, se prosternó y declaró:
“Padre, combatiré a esta odiosa criatura, aunque muera en el intento, y prometo perseguirla sin tregua, hasta el revés del mundo si hace falta, hasta el final de los tiempos.”
El dios radiante fue a su palacio para vestirse con su armadura de oro, su casco empenachado de llamas, su escudo centelleante, y empuñó su espada cuyo filo era más cortante que un rayo de sol. Justo antes de marchar, dirigió una mirada triste a Emya, que no pudo contener sus lágrimas. El pueblo de Nominor lloraba también, como lo hacía la diosa, viendo a su príncipe tan amado dejando la ciudad para ir a desafiar la noche.
Al cabo de un momento, la silueta de Lyelos se perdió en el horizonte. Las huestes de Nominor escrutaban, ansiosas, el firmamento. Cuando vieron poco a poco la noche caer, concluyeron que Lyelos había fallado y acababa de morir. El pavor petrificaba los rostros de los súbditos del príncipe, mientras las tinieblas progresivamente se cerraban sobre ellos. Claro está, nadie sabía aún que el sol pronto reaparecería, a la mañana, por el otro lado del mundo y que seguiría persiguiendo la luna, sin parar, hasta el final de los tiempos. Por el momento, los hombres asistían amedrentados por la primera noche de los tiempos nuevos, ignorando aún la existencia del alba tranquilizadora.
Elyor en su fuero interno se regocijaba. Su rival había muerto -él no sabía de qué manera, pero de hecho, el sol se había apagado- y ya nadie se interponía entre él y Emya, su amor, su locura. Se acercó a la diosa, y en el oído ordenó que le siguiera. Aprovechando la oscuridad y la desolación de los hombres, se fugó con ella hasta el lugar más secreto del mundo.
Canto 5
Fue aquella noche, la primera noche del mundo nuevo, que marcó el principio de la cuarta edad, la edad de la discordia, que duró diez mil años.
Aún hoy día, tres edades y centenas de siglos más tarde, los hombres no se atreven a hablar de lo que ocurrió aquella noche, y cuando es imprescindible, bajan la voz para evocar “la falta del rey”. Sólo basta saber que Elyor llevó a Emya al noroeste, al lugar más secreto del mundo, la cueva dónde, en los tiempos de antes del tiempo, Ayli se había revelado a él. Allí pidió a Emya que le desposara pero la diosa rechazó su oferta, argumentando que no podría nunca más amar a otro que al hermoso Lyelos que acababa de morir. Entonces el rey furioso ordenó a la doncella que obedeciera a su soberano y finalmente, como ella se resistía, la violó.
La sangre brotó, perforando el himen de la virgen, y la inocencia fue sacrificada para saciar los impulsos viriles del rey de los tiempos.
Cuando Elyor soltó por fin su presa, la verdad cruda brotó se repente en su mente culpable. Sintió de pronto la vergüenza que le azotaba el rostro, un flujo amargo de asco que le recorría la espalda, el remordimiento que le picaba en los ojos.
“El amor también te hará perder la razón. Por una mujer, como yo perderás tu reino, y harás que renazca el caos de la edad del tiempo sin tiempo.”
Las últimas palabras de Trom resonaban en la mente del rey. Aquel padre que había odiado tanto acababa de renacer en él y Emya yacía inconsciente en el fondo de la cueva, en un charco de lágrimas y sangre, como su madre Ayli permanecía tras cada abrazo bárbaro de Trom en los albores del mundo.
Elyor apartó la mirada pero era demasiado tarde. La imagen de la virgen violentada volvería siempre a atormentar su mente, hasta el final de los tiempos.
Elyor huyó, y corrió, corrió por el desierto aullando como un demente, como una fiera acosada por su propia presa. Fuera donde fuera, hiciera lo que hiciera, volvería en su mente la imagen de la sangre.
Rojo, el mundo se había vuelto rojo a los ojos del rey del tiempo. Corrió hasta perder el aliento en los campos, pero lo trigos estaban cribados con flores nuevas mancilladas de sangre, amapolas que acababan de eclosionar para recordarle su falta.
Corrió por los desiertos, y la arena que pisaba se convertía en barro carmesí al mezclarse con sus lágrimas.
Corrió a lo largo de ríos amarantos, de torrentes púrpuras, de mares erubescentes y cuando, extenuado dejó de correr, vio que el cielo ardía. Era la primera aurora del mundo, y su color era escarlata.
Entonces, entendiendo que la tierra, el cielo y el agua, el universo entero lo condenaba, el rey corrió hacia su palacio de cristal perdido en medio de la noche, y allí se apoderó de su cetro, lo mantuvo un momento temblando contra su corazón, y con un gesto grave, desde la terraza del palacio, lo tiró de repente en la llaga abierta del alba rojiza.
Luego Elyor se fue al vergel de Sidarap y pidió al copero Skwedin que le trajera todo el vino que brotaba de la fuente de embriaguez. Skwedin, que como Enwë la sirvienta había jurado fidelidad a su soberano, no supo cómo rechazar la orden de su amo. A regañadientes, sirvió vino a su rey que había decidido morir bebiendo. Elyor engulló poco a poco la sangre de la tierra, hasta que el néctar bermejo ahogara su mente y colmara su cuerpo. Pero justo antes de que el alcohol lo matara, Skwedin le engañó haciéndole beber una copa llena del jugo de una mandrágora mezclada con polvo de opio.
Elyor bebió la copa hasta la última gota y cayó enseguida inconsciente en el suelo del vergel. De pronto, en sus sueños etílicos, el rostro de Emya se difuminó y desapareció, remplazado por el de Tyunerion, la diosa de la luna y de las pesadillas eternas. El rey sonrió a la luna mientras ella le llevaba en un viaje entre la vida y la muerte, hacia ninguna parte.
Skwedin, perturbado, decidió bajar la escalera de Sidarap y seguir viviendo en la tierra. Allí, dicen que enseñó a los hombres a cultivar la vid y el lúpulo y a fabricar alambiques para ayudarles a olvidar sus penas bebiendo. Pero por mucho que Skwedin bebiera, nunca logró olvidar Sidarap, su fastuosidad y sus fiestas, ni a aquel rey que él había traicionado. El copero celestial se convirtió poco a poco en el ser más miserable del mundo, burlado, pisoteado por todos, revolcándose en el fango para mendigar su cuartillo.
Enwë sin embargo se quedó en Sidarap. Instaló al rey dormido en su trono de cristal, tejió para él una manta púrpura, y cuidó el cuerpo del soberano como una madre cuida a su retoño.
Canto 6
El cetro que Elyor había tirado al alba cayó en la tierra, y se plantó delante de la cueva donde yacía Emya. Se clavó en el suelo, parando el tiempo, y pronto echó raíces, que se sumergieron en la tierra hasta lo más profundo de la roca. Unas ramas empezaron a crecer, coronando el cetro, y subieron rectas hacia los cielos como miles brazos levantados, para provocar a Sidarap o implorar clemencia. El primer árbol del mundo se levantaba allí, un roble majestuoso repleto de savia en su tronco nudoso.
De repente, la corteza del árbol se rompió violentamente en varios sitios, y desde el corazón del roble brotaron todos los animales del mundo; y esta manada furiosa se abalanzó sobre la tierra, en un cortejo desordenado y desenfrenado, mezclando los fuertes con los débiles, los carnívoros con sus víctimas, los animales diurnos y los que la luz repele, los espléndidos y los horrendos. Toda la fauna del mundo, aves, reptiles, peces y mamíferos, zumbando, piando, gruñendo, volaron hacia los cielos, excavó la tierra, reptaron en el suelo, galoparon en la llanura, se deslizaron en los ríos o nadaron hasta el océano, para anunciar en cada rincón del universo que el rey ya no existía, que ya no había más ley que la de la naturaleza.
En medio de la horda había una mujer montada en una yegua negra. Era Anozama, la diosa salvaje, que cabalgaba desnuda, el pelo ondeando en el viento, el rostro bárbaro de cazadora despiadada, y debajo del galope furioso de su montura nacía la flora silvestre, dispersa, todos los arbustos y árboles del mundo, que pronto formaron un bosque grueso y confuso plantado al azar por el paso fogoso de la yegua.
El bosque, bello y terrible, impuso su ley anárquica en la llanura y se extendió, sin coherencia ni ordenación desde las orillas del mar en el oeste hasta el pie de las montañas en las que vagaban los gigantes perdidos en el norte, hasta las primeras tierras cultivadas de Nominor en el sur, y hacia el este, a las puertas del reino de Gothrod donde vivían los pueblos guerreros que no sembraban las tierras.
Anozama galopó en su yegua durante tres días y tres noches, sin cesar, para delimitar su territorio, y cuando acabó, paró su corcel y se fue tranquilamente hasta el corazón de su territorio, la cueva de la vergüenza donde yacía Emya, en un gran claro que el bosque había perdonado, con lindes de sauces llorones dorados.
La cazadora bajó de su montura y entró en la cueva. Allí encontró el cuerpo de Emya, inconsciente y herido. Ofreció a la diosa una cocción de plantas estimulantes. Emya abrió los ojos y sonrió tristemente a su benefactora. Anozama también tuvo una sonrisa, una mueca mal bosquejada que tachó su rostro guerrero. Luego, cuando Emya se durmió de nuevo, Anozama se marchó de la cueva y ordenó el claro para convertirlo en un joyero digno de la diosa de la sonrisa. Desvió el curso de un torrente, que hizo brotar en cascadas al pie de la cueva y consteló el suelo de flores silvestres, musgo tierno y helechos.
Antes de volver a cazar en el bosque, Anozama mandó a una cabra para que paciera al pie de la cueva y que alimentara con su leche a la doncella, y ordenó también a un lobo, escogido entre los más fuertes de su especie, para que protegiera el lugar.
Canto 7
Emya se quedó escondida en el corazón secreto del bosque. En este lugar tranquilo y sereno, protegido de las penas del mundo, el tiempo parecía haberse parado.
La diosa de la sonrisa pronto entendió que estaba esperando a un hijo, y contemplaba con angustia su vientre tendido. Sus sentimientos se enturbiaban en su mente, deseaba amar al embrión, sin embargo no lo lograba, en su fuero interno tan sólo sentía asco por este engendro marcado por el sello de la vergüenza. Y la diosa, horrorizada por su propia emoción, buscaba la manera de controlar sus impulsos. Pero era vano, pues nadie puede ni podrá nunca mandar a nadie a amar.
Anozama nunca penetraba en el claro. Traía al alba bayas y la mejor carne cazada durante la noche y depositaba su ofrenda en la linde del bosque, dispuesta con cuidado sobre un lecho de hierba seca, siempre en el mismo lugar.
Emya, que sentía que la soledad le invadía poco a poco, buscó la compañía de la cazadora, pero en cuanto la diosa de la sonrisa se acercaba, Anozama de un salto se escondía en los arbustos. Entonces Emya, un día, decidió responder con un regalo a la ofrenda de la diosa salvaje. Confeccionó para ella un ramo de las flores más bellas y olorosas del claro, que ató con un mechón de su pelo de oro, y lo depositó en la linde del bosque. Por la mañana, Anozama se apoderó de las flores, sin dejarse ver.
Entonces Emya, al día siguiente, confeccionó un segundo ramo, que depositó ligeramente más lejos de la linde y un tercero al día siguiente, más lejos aún que el anterior. Cada día, Anozama iba a recoger la ofrenda, dejando a Emya arrastrarla imperceptiblemente hasta el corazón del claro; y cuando un día, la diosa salvaje vino a buscar el ramo hasta los pies de la diosa de la sonrisa, entonces entendió que Emya la había domesticado.
Una profunda amistad unió a ambas diosas en aquel joyero natural vetado a los humanos, muy lejos de los males del mundo.
El hijo de Emya nació por fin, el hijo de la vergüenza, el bastardo de los dioses, Olbaïd. Nació sin gritar de dolor, como lo hacen los demás bebés, y Emya aliviada pensó entonces que había parido a un mortinato. Pero el retoño se movió y reptó como una larva sobre el humus, en busca del pecho materno. Era repelente, arrugado, jorobado, demacrado, con un rostro anguloso en el que venían a incrustarse dos pequeños ojos rojos parecidos a hormigas sin patas.
En la tierra convertida en fango, bullían a su alrededor cucarachas y escolopendras, chinches y escorpiones, y nubes de moscas revoloteaban encima de él. Con Olbaïd habían nacido los insectos.
Emya, en vez de ofrecerle el pecho, lo rechazó, asqueada, apartando la vista, y Anozama, que había extraído al niño de las entrañas de su madre, entendió lo que este gesto significaba. Cogió al retoño y lo abandonó en el bosque a la merced de las fieras.
Sin embargo el niño sobrevivió, pues un lobo lo recogió y se lo llevó con él a su manada. Era el lobo fuerte y portento que Anozama casi había elegido para guardar la cueva en la que vivía Emya, pero que había descartado por ser demasiado feroz para convertirse en perro guardián.
Olbaïd creció en la manada de los lobos enrabiados y se convirtió en uno de ellos, desconfiado y cruel, fascinado por la luna, carroñero solitario que se apodera sin gloria de las presas más fáciles, las que no merecen vivir y amenazan el equilibrio del mundo por su debilidad misma.
Cuando Olbaïd alcanzó la edad viril, abandonó la manada y caminó por el mundo, para llevar la discordia entre los hombres y propagar el mal.
Sin embargo Olbaïd no era el mal, tan solo su consecuencia. El mal ya había sido hecho, había sido gestado y había crecido en el corazón del rey de las edades, cuando el amor frustrado se había convertido en odio.
La cuarta edad, la edad del sufrimiento empezaba y Olbaïd revelaría pronto la fealdad del mundo a los ojos de los hombres y de los dioses. La fealdad ya había transformado el rostro de Ayli, cuando al ver a su hijo Elyor reclamando el arco de su padre, había recobrado su cara de antaño, deformada por la pena.
La madre del mundo volvió a sus aposentos y se encerró, resignada a nunca más salir. Nadie oyó sus llantos secretos, nadie, salvo el gigante Lyeo’l, su hijo mayor, que vagaba en el mundo, pues los ciegos saben oír lo que es imperceptible para los que ven pero no distinguen. Y Lyeo’l, escuchando a su madre llorando, lloraba también con su ojo único y vacío, respondiendo a la queja de la creadora del tiempo.