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Poema 4: La sombra de la duda.

 

Canto 1

 

Cuando alcanzó la edad adulta, Olbaïd, el bastardo de los dioses, salió de su guarida y caminó por el mundo en busca de los hombres y de las deidades.

 

Olbaïd odiaba el mundo, incluso antes de conocerlo. Tal vez hubiera sido capaz de amar, pero ignoraba este sentimiento que nadie nunca le había enseñado, ni la naturaleza cruel que persigue al débil, ni aquella madre indigna que los hombres encontraban tan hermosa y buena, ni aquel padre devorado por el remordimiento en su fortaleza de cristal.

 

Su espíritu racional alimentaba su recelo, sus pensamientos lloraban pero sus ojos permanecían secos. Él estaba vacío de emociones, sin esperanza ni deseo, y en su fría y perfecta consciencia pensaba que no existe redención en el mundo, que la felicidad es ilusoria, el amor engañoso, la bondad egoísta. Olbaïd pensaba que los hombres enloquecen por seguir sus pasiones, pero él ignoraba que la razón sin amor es una locura aún mayor y que su ausencia de sentimiento era fruto de su propio desamparo.

 

Los hombres lo llaman “el mal”, y por dondequiera que pasa él le sigue el dolor. Pero él no es el mal, tan sólo el maligno que desvela en nuestros fueros internos los secretos más oscuros, el verdadero mal que se aloja en el fondo de nuestras almas animales. Olbaïd no es el mal, se trata incluso del único dios que jamás derramó la sangre con sus propias manos ni ordenó a nadie que matara. Tampoco es mentiroso, aunque digan lo contrario los humanos, pues él solo se contenta con servir de espejo a nuestros ojos ingenuos y enseñar el reflejo fragmentado de ciertas verdades, para cegarnos y empujarnos a cometer los peores crímenes. Los hombres también dicen que es repelente, pero en realidad Olbaïd es tan desprovisto de rostro como de sentimientos y si su aspecto parece tan horroroso, es por qué a nadie le gusta ver la cruda y molesta verdad de frente. Sin embargo, poco a poco, cuando se dejan convencer, todos acaban por encontrarle hermoso, admirando a su propio reflejo en los rasgos del dios socarrón. 

 

Olbaïd encontró pronto a su primera víctima. El bastardo estaba caminando por el desierto, el sol inundaba su silueta y su sombra corría detrás de él distorsionando su cuerpo. A lo lejos, en el horizonte celeste, una silueta se descolgó del firmamento para ir a su encuentro: era el hermoso Lyelos, que había parado un tiempo su carrera tras la luna para conocer a este viajero. El dios espléndido del sol y de las artes conoció entonces a su hermano que tan sólo era fealdad, odio y fría lógica.

 

“Saludos, peregrino, ¿quién eres? preguntó Lyelos, y Olbaïd contestó:

 

No soy nadie en el universo, sólo un andarín perdido

Hijo de la luz, soy como la sombra bajo el sol

Oscura, torcida y a la vez, su más fiel reflejo,

Soy tu réplica al revés que se engancha a tus pasos

Y te sigue por doquier. Soy Olbaïd tu hermano

El bastardo de aquel rey que creéis tan bueno.

 

- ¿Bastardo?, preguntó Lyelos, ¿pero por qué dices eso?

 

- Soy el hijo de la gran falta de Elyor, nuestro padre, que violentó a Emya. La desangró como a una cerda y la dejó medio muerta en una cueva pútrida.”

 

Al oír estas palabras, Lyelos agarró al dios de la fealdad por el cuello, y amenazándo con estrangularlo, vociferó:

 

“¡Vil criatura! ¡Mientes! Mi padre escondió a Emya en el lugar más secreto del mundo para protegerla del dragón que amenaza el día y todo lo que es hermoso en el universo. Todo el mundo lo sabe.”

 

Olbaïd dibujó una sonrisa insolente y respondió:

 

“He aquí el verdadero rostro de mi hermano: colérico, gestero, rechazando el diálogo y basando sus argumentos en creencias que es incapaz de demostrar. Pero la verdad, hermano mío, no se encuentra en las palabras huecas o en los rumores de la muchedumbre, se fundamenta en los hechos. Para un momento la carrera desenfrenada del sol, y yo te demostraré que lo que afirmo es cierto.”

 

Lyelos soltó a su hermano, circunspecto. En la bóveda celeste, apareció la sombra de la duda, pues el sol estaba ya atrasado en su carrera y las tinieblas empezaban a emerger en el cielo cerúleo. Pero Lyelos decidió seguir a su hermanastro, pues sus argumentos tenían lógica.

 

Olbaïd penetró en el bosque y el dios del sol le siguió por senderos de sombras indecisas, zarzas y espinas. El bastardo se paró en la entrada del claro en el que vivía Emya, la diosa de la sonrisa, pues el lobo que guardaba la cueva avanzó delante de ellos gruñendo contra los intrusos. La bestia dejó pasar a Lyelos e impidió el paso a Olbaïd, pues las fieras, mucho mejor que los humanos, saben distinguir al fuerte y al débil, al cobarde y al valiente.

 

Lyelos cruzó el claro y penetró en la cueva. Y fue allí, en las entrañas del mundo, cuando el dios del sol perdió su candor al conocer al mismo tiempo el amor y el odio. El amor, pues se unió con su amada por primera vez, y el odio, porque conoció por fin la verdad sobre la falta del rey.

 

Olbaïd esperaba en los matorrales el regreso de Lyelos. Sabía a ciencia segura que su hermanastro volvería tarde o temprano, pues entre el amor y el odio ningún ser en el mundo elige el amor, porque el odio se alimenta del amor como el fuego de la madera tierna. Del mismo modo Lyelos, que podía haberse quedado eternamente feliz y despreocupado en la cueva junto a Emya, deleitándose con los placeres más tiernos, prefirió marcharse para vengar a su amada, en vano, pues la injuria no tiene ninguna reparación posible.

 

 

 

Canto 2

Olbaïd condujo a su hermano hasta la escalera de los dioses, que llevaba a Sidarap dónde yacía Elyor, el viejo rey, perdido en sus pesadillas. A medida que el dios de belleza subía los mil y uno peldaños en compañía del  bastardo que le seguía como su sombra, la noche se desplegaba en el cielo, y al cabo de un tiempo la luna apareció, por primera vez, al lado del sol.

 

Lyelos vio por fin a Tyunerion, la diosa de la noche, o por lo menos descubrió su reflejo en el cristal del palacio celestial, pues no se puede contemplar la verdad de frente. La luna se había deslizado delante del sol, provocando el primer eclipse del mundo, cuya negrura cegó a todos los seres del mundo.

 

Al entrar en Sidarap, Lyelos sintió una gran cólera, pues estaba comprobando que no había ningún dragón en el cielo y que Olbaïd tenía razón. Pero en vez de abalanzarse sobre la luna que por fin tenía a su alcance, el dios del sol se fue rabioso en dirección al palacio. Olbaïd le deslizó hábilmente una daga en su puño, pero no acompañó a su hermano, prefiriendo quedarse en la terraza del mundo para hablar con la luna.

Lyelos corrió por los vergeles, atropellando a los guardianes del palacio, ofuscados, que intentaban interponerse e incluso mató a tres de ellos que pretendían proteger la entrada del palacio. Luego el dios penetró en la gran sala del trono, apartó con violencia a Enwë la sirvienta que se había arrodillado frente a él para implorar su clemencia, y vengativo plantó siete veces su daga en el cuerpo inerte del rey indefenso.

 

Pero ninguna de estas heridas resultó mortal. Tyunerion la luna, que nunca olvida disparar su flecha invisible para sellar la muerte de los seres había por una vez omitido su sentencia, pues estaba absorbida por las palabras de Olbaïd. El dios pérfido le contaba oscuros propósitos y la luna que se había vuelto negra por el eclipse, escuchaba en silencio. Numerosas estrellas, alrededor de la luna, oyeron también el discurso del dios del sarcasmo y se condenaron para siempre. Más tarde, aquellos astros malditos perderían su brillantez y caerían en la tierra como una nube de meteoros enviados por la luna para pervertir a los hombres, convertirlos en bestias y enseñarles la magia malévola. Pero por el momento, el cielo permanecía mudo y opaco. Lyelos reapareció en la terraza del mundo. Triunfante, llevaba en sus brazos el cuerpo de su padre, sin vida pero sin muerte, y sus ojos centelleaban animados por la venganza.

 

Olbaïd se acercó de él y le dijo en el oído:

 

“El amor también te hará perder la razón. Por una mujer, como yo perderás tu reino, y harás que renazca el caos de la edad del tiempo sin tiempo.”

 

Eran las palabras que Trom había dirigido a su hijo Elyor antes de que este último le asesinara, y ahora la profecía se aplicaba a Lyelos, el hijo del rey de las edades, su heredero. Olbaïd, burlón, felicitó al dios del sol, que acababa de matar a tres guardias inocentes y ensañarse sobre el cuerpo indefenso de un anciano dormido.

 

Al oír estas palabras, Lyelos entendió las verdaderas razones de su gesto, su vana cólera, sus celos, y de pronto sus rasgos se volvieron sombríos. Soltó unas lágrimas que magullaron sus mejillas de efebo y apagaron sus ojos, su rostro se afeó con una mueca de dolor y su cuerpo se encorvó, abrumado por el peso del remordimiento, por el cadáver de su padre que tenía en los brazos y que en sus sueños le sonreía, como mofándose de él. 

 

Los dos hermanastros bajaron los mil y un peldaños de las escaleras de cristal. Viéndoles a ambos, uno hubiera jurado que el sol era Olbaïd, clarividente en la noche, caminando delante con un paso ligero, y que Lyelos, que le seguía detrás llevando su carga, titubeante, tenebroso, era su sombra; pero en aquellos tiempos trágicos, todo estaba al revés, la luna era negra, el sol eclipsado, el bien era el mal, y la fealdad parecía hermosa. 

 

Olbaïd condujo a Lyelos hasta la ciudad de Nominor, construida en frente de la escalera de Sidarap. Era la primera vez desde la primera noche de los tiempos nuevos que el príncipe volvía a su ciudad. Pero al llegar a Nominor, Lyelos no logró dirigirse a su pueblo. A pesar de ser dios de los bardos y de los poetas, no consiguió soltar una sola palabra, el remordimiento le ahogaba y clavaba sus palabras en el fondo de su garganta.

 

Entonces Olbaïd habló por él a la muchedumbre inquieta. Describió a la asamblea los hechos según la versión más favorable al príncipe, insistiendo en la ignominia cometida por el viejo rey de las edades, pasando por alto su letargo cuando fue vilmente asesinado. Olbaïd concluyó su discurso afirmando que el sol renacería y vencería a la noche cuando todos los seres del mundo reconocerían a Lyelos como el nuevo rey del cielo, llamado a iluminarlos y hacer reinar una nueva armonía.

 

El dios pérfido fue tan elocuente que todos los habitantes de Nominor aclamaron al unísono a su príncipe, convertido en el nuevo soberano del universo. El entusiasmo era tal entre el populacho que los guardias del palacio debieron interponerse para impedir que la multitud se apoderara de los despojos de Elyor para lacerarlos.

 

Lyelos pidió a Olbaïd que matizara su discurso, pero el dios pérfido le explicó que el pueblo necesitaba tener esperanza, que de todos modos, como el mal ya estaba hecho, de nada servía ahora lamentarse. Lyelos aceptó estos argumentos y se alegró por tener a su lado a un tan buen consejero y tan fervoroso defensor de su causa. Así que el dios del sol, próximo rey del universo, pidió a su hermanastro que anunciara al resto de los pueblos y a los dioses la nueva del letargo de Elyor y que convocara a todos a la celebración de su coronación.

 

 

 

Canto 3  

 

Olbaïd mandó emisarios a los cuatro rincones de la tierra para invitar a dioses y reyes en Nominor a la ceremonia del adiós al antiguo rey caído en desgracia y a la coronación del príncipe heredero, el hermoso Lyelos.

 

El señor de las moscas, convertido en consejero de su hermanastro ponía poco a poco en marcha su plan. No invitó a Emya, por temor a que la diosa lograra conciliar a todos con su dulzura y se diera cuenta de las artimañas de su hijo. Tampoco invitó a Anozama, la diosa salvaje, por la misma razón. Olbaïd la odiaba más que a todos los demás, pues ella, sin compasión, lo había abandonado a su suerte, cuando era un neonato.

 

Pero todos los otros seres de la tierra acudieron a la cita, convocados por el dios pérfido. Primero llegaron cinco tribus, más o menos al mismo tiempo. En el horizonte deslumbrado por el eclipse que centelleaba en el mar, la gente de Nominor divisó en el poniente una multitud de navíos. Había barcos majestuosos como palacios flotantes con velas inmaculadas hinchadas por la noche, y balandras esbeltas con proas cinceladas que figuraban monstruos marinos, que cortaban la espuma atormentada por los golpes de los remadores. Eran las huestes de Eflén y de Astald, los pueblos del mar vasallos de Wae’l que navegaba con ellos. El dios del océano, de pie en su nave que se deslizaba sola por el agua, anunciaba su llegada soplando en una gigantesca concha de nácar.

 

Al levante se oyó, como respuesta, la melodía de miles de flautas, carracas, laudes y rabeles que volaba ligera. Eran las huestes de Asgalien y de Ramenor, los pueblos del viento, que respondían a la llamada del mar y caminaban hacia Nominor. El cortejo era humilde y desordenado, pues el único lujo para esta gente era la libertad y Rya’l, la diosa alada que les inspiraba, volaba encima de ellos.    

 

Por fin, en el Meridión, se podía distinguir el cortejo de Arkheled, la ciudad de los poetas que veneraba a Lyelos pero que no tenía rey, que avanzaba también hacia Nominor, y sus cantos armoniosos se acoplaban a las melodías del mar y del viento.

 

Las cinco delegaciones fueron recibidas con grandes honores en Nominor, así como los dioses Wae’l y Rya’l, parientes de Lyelos, y numerosas estrellas que vivían con los hombres también se encontraban en la ciudad. Olbaïd, en nombre del nuevo rey celestial, se presentó y describió con habilidad los acontecimientos pasados. A pesar de la gravedad de los hechos enunciados, nadie dudó de la buena fe de Lyelos, ni tampoco cuestionó su coronación inminente. Todos empezaron a preparar la fiesta, a la espera de próximos comensales.

 

Por desgracia, la reacción de las cuatro tribus que faltaban fue muy distinta. Se trataba de los pueblos guerreros de Valgir, Gothrod, Khand y los herreros de Faerior, todos fieles a Elyor o a su vasallo Wefel, el dios soldado. Olbaïd había diferido su llamada para estos cuatro pueblos y los había convidado en la ciudad de Valgir, como punto de encuentro antes de partir juntas hacia Nominor.

 

Valgir era una ciudad construida en el primer campo de batalla del mundo, el lugar de la victoria de los duendes sobre el pueblo de Trom, una impresionante ciudadela que se mantenía en el borde del abismo de los gigantes, al pie de una efigie de Elyor talada en un acantilado, que protegía la ciudad. Olbaïd llegó al mismo tiempo que los ejércitos de Khand. Bajo el sol velado por la luna negra, narró a Wefel y a los reyes de los cuatro pueblos belicosos los mismos hechos que los que había relatado anteriormente en Nominor, pero descritos bajo un ángulo diametralmente diferente. Lyelos el felón había asesinado al rey mientras dormía y había usurpado el trono. Pero Elyor no estaba muerto, sino malherido y prisionero en Nominor. Era preciso, a toda costa, liberarlo para curarlo.    

 

El discurso incendiario de Olbaïd calentó los ánimos y pronto se oyeron gritos de guerra que se juntaron al eco de los gigantes caídos en el abismo en los albores de los tiempos. Los ejércitos de los cuatro pueblos salieron entonces de Valgir en dirección de Nominor, para arrasar la ciudad y liberar al soberano cautivo. Bárbaros de Faerior cubiertos de hierro, colosos de Gothrod, legiones metálicas de Valgir y guerreros desnudos de Khand, todos avanzaban en hordas pavorosas bajo el mando único de Wefel, el dios de la guerra, que caminaba delante de ellos desgarrando la noche con sus espadas de fuego.

 

El paso marcial de los ejércitos de Wefel y el redoble de los tambores pronto resonaron en la llanura de Nominor, hicieron estremecerse los campos de trigo y latieron en el corazón de cada ser que se encontraba en la ciudad del príncipe. El dios del fuego hizo sonar el cuerno para lanzar el asalto. A lo lejos, la concha de Wae’l, su sempiterno enemigo, respondió a su desafío. El combate empezó y Olbaïd aprovechó el momento para apartarse del campo de batalla. Se sentó en el primer peldaño de la escalera de los dioses en frente de Nominor y que había sido, en los tiempos de antes del tiempo, el trono de Trom, el primer rey de las edades.

 

Los hombres en su locura dedicaron largas poesías para alabar a los héroes de cada bando y describir sus proezas en la primera guerra de los hombres y de los dioses, sin embargo la presente leyenda callará estos acontecimientos sangrientos, pues ninguna guerra es digna de ser contada al detalle. Olbaïd oía, desde la llanura de Nominor, el estruendo de las armas chocando, los gritos de las víctimas y de los verdugos que se confundían formando un solo gemido en la noche.

 

Olbaïd se regocijaba. Por un lado, había seis ciudades y tres dioses para defender a Lyelos, del otro sólo cuatro tribus leales al antiguo rey, pero mucho más aguerridas y bajo el mando del dios más feroz, Wefel.  La resolución del conflicto era evidente: nadie vencería, salvo Tyunerion, la muerte. Y Olbaïd se deleitaba pensando en estos humanos estúpidos y estos dioses sin sabiduría que se mataban unos a otros por una sola y misma verdad que nadie se atrevía a mirar de frente, en su totalidad, como los ojos no logran mirar a la luna y al sol cuando se encuentran juntos en el firmamento, sin  cegarse por completo.

 

 

 

Canto 4

 

La guerra se eternizó y los hombres perdieron rápidamente la cuenta de los días, pues el eclipse permanecía en el cielo parando el tiempo.

 

Las batallas se sucedían, cada una más mortífera que la precedente y los cuerpos se apilaban delante de Nominor, víctimas de la locura humana. Con cada asalto millares de jóvenes eran sacrificados por aquellos juegos bárbaros, y entregados a las moscas de Olbaïd.

 

La guerra seguía, encarnizada, y ninguno de los dos bandos lograba romper el equilibrio de las fuerzas. Pero al cabo de un tiempo los aliados de Lyelos abandonaron el combate. Rya’l, diosa del viento, pensó que era vano morir para defender a un soberano, fuese cual fuese, y se retiró del conflicto; y Nominor perdió entonces a sus mejores arqueros. Sin embargo, Rya’l no se marchó sino que dejó sus ejércitos estacionados en la llanura, a la espera del desenlace de los combates, dispuesto a luchar contra el vencedor debilitado para de este modo impedir que hubiese un rey en el universo.  

 

Los ejércitos de Arkheled también se retiraron. La ciudad fue presa de una guerra intestina, algunos seguían siendo fieles a Lyelos que había fundado su ciudad, y los demás no entendían que se defendiera a un rey cuando la ciudad no poseía a ninguno. Los ciudadanos de Arkheled, que tenían todos derecho a la opinión propia, empezaron a matarse los unos a los otros sin que nadie se lo ordenara, únicamente empujados por su libre albedrío.

 

Wae’l el dios de los océanos fue el último en abandonar la alianza de Lyelos, aunque fuera el primero en desear el repliegue de sus tropas. Pero Wefel le impedía marcharse y se encarnizaba sobre el dios y sus ejércitos, animado por el espíritu de venganza que venía del primer combate entre el fuego y el agua, en la segunda edad del mundo. Y cuando Wae’l mandó a sus huestes que embarcaran para volver hacia los reinos del mar, el dios del fuego ordenó a los guerreros de Khand que persiguieran a las huestes de Wae’l mar adentro, y un gran número de soldados del pueblo del fuego murieron ahogados en el intento.

 

Wae’l, que era humilde y pragmático, afirmaba: “poco importa quién es rey, mientras haya paz”. Convencido que contribuía a la reconciliación entre los pueblos, retomó su labor sin preocuparse más de los combates.  Sin embargo, él en realidad no obraba para la paz, sino que alimentaba la guerra, ya que las tribus de Astald y Eflén que se inspiraban en él eran los únicos en trabajar en aquellos tiempos y vendían alimentos y armas a los soldados de ambos bandos, permitiendo que la guerra siguiera.

 

Por lo tanto, Nominor se quedó sola contra cuatro ciudades y la furia devastadora de Wefel, su jefe. Lyelos, a pesar de la defensa heroica que oponía a sus enemigos, sabía que su ciudad caería, tarde o temprano. Ya imaginaba a los soldados adversarios invadiendo aposentos y palacios, masacrando a cada uno de los habitantes de Nominor antes de inmolar la ciudad entera en un gigantesco incendio.

 

Así que Lyelos convocó a la gente de Nominor y les habló. Acababa de enviar a un emisario para negociar con Wefel la rendición de la ciudad y este último había aceptado dejar intacto Nominor si Lyelos acudía, solo y desnudo, para depositar el cuerpo de Elyor a los pies del dios guerrero, antes de arrodillarse para que Wefel pudiera cortarle la cabeza. Los habitantes de Nominor escuchaban, en silencio, las palabras amargas del príncipe. No quedaba otra posibilidad que aceptar la derrota y lloraron a lágrima viva el sacrificio de su dios.

 

Sin embargo, en este preciso instante, se vio en el septentrión una nube confusa acompañada de un rugido ensordecedor que hizo vibrar la llanura; y de repente se pudo percibir un nuevo ejército, un tropel de animales en el que se mezclaban las fieras, osos, lobos, tigres, uros y paquidermos, que se abalanzaba sobre los ejércitos de Wefel. Delante de la horda cabalgaba Anozama, la diosa salvaje montada en su yegua negra, y a su lado se encontraban los primeros caballeros de todos los tiempos, hombres del viento, del mar, de Arkheled e incluso antiguos seguidores de Wefel, proscritos que procedían de todos bandos y que no aceptaban la derrota de Lyelos. Todos aquellos se habían refugiado en el bosque para constituir una nueva tribu, el undécimo pueblo de los hombres, que se llamaba “Kirwan” y que significa en una lengua olvidada “los rebeldes”

 

Al conocer la situación de su amado Lyelos de la boca de estos hombres, Emya, la diosa de la sonrisa, había suplicado a su amiga Anozama que ayudara a Nominor, y la amazona acabó aceptando su requerimiento. La diosa salvaje enseñó a los hombres la lengua secreta de los caballos, y para los que procedían de los pueblos del viento, domó otras monturas, más terroríficas, águilas gigantescas de garras afiladas.

 

Los rebeldes galoparon hacia el campo de batalla y la carga animal penetró hasta el corazón de las legiones de Wefel. Sin embargo, los ejércitos del dios del fuegos lograron sobreponerse al asalto y poco a poco pareció equilibrarse el combate.

 

Desde las murallas de Nominor, los guerreros de la ciudad, repentinamente enfervorizados por esta ayuda providencial, esperaban impacientes la señal de su príncipe para entrar en la batalla. Pero Lyelos no acudió a la cabeza de sus tropas para llevarlas al combate. Había desertado.

 

 

 

Canto 5.

 

En efecto, cuando la tribu de Kirwan entró en combate, Lyelos se subió a la más alta torre de su palacio para contemplar la guerra. Y allí, vino a su encuentro Olbaïd. El bastardo preguntó a Lyelos si se sentía feliz al ver que la guerra se reanudaba de nuevo, y su hermanastro le contestó:

 

“Estoy aliviado, pues ha nacido de nuevo la esperanza, pero no estoy alegre ¿Cómo podría regocijarme viendo la guerra? ¿Cuántos hombres morirán en esta nueva batalla?

 

- Tienes razón, contestó Olbaïd. Si los guerreros de Nominor entran en combate, el resultado volverá de nuevo a ser indeciso. ¿Qué piensas hacer?

 

- No entiendo tu pregunta, hermano, pues no existe ningún dilema. Ordenaré el ataque, es mi obligación. No tengo otra elección.

 

- ¿De verdad? En realidad yo creo que siempre existen elecciones, nadie nunca está obligado a emplear la violencia. No lo entiendo, Lyelos. ¿No anunciaste hace unas horas a tu pueblo que para salvar Nominor e impedir que hubiera más muertos, ofrecías tu vida en sacrificio?

 

- Claro está, pero los hechos han cambiado. De nuevo la victoria es posible.

 

- Así que en realidad, no te importan los muertos, no te importa la paz, lo único que te importa es la victoria o la derrota.

 

Olbaïd dirigió una sonrisa a su hermano y Lyelos se quedó un momento perplejo, antes de contestar

 

- Me importa la victoria porque permite alcanzar la paz... Y la paz significa que ya no habrá más muertos.

 

- Así que ahora vas a entrar en combate para evitar que haya más muertos. Es una paradoja difícil de entender, hermano. Pero escúchame, también la derrota traería la paz, al igual que la victoria, ¿no crees? La verdad es que desde el principio de la guerra, la gente muere por una sola razón… Por ti, que sea para defenderte o para revocarte, tú eres la culpa de toda esta masacre. En cualquier momento podías haber renunciado al trono y así se hubieran evitado muchos dramas.

- No sé si mi abdicación hubiera cambiado algo, sinceramente. Wefel sólo busca la guerra… 

 

- Wefel es leal al antiguo rey y sólo busca venganza. Su misión es matarte a ti y también a Wae’l, el amo de los mares. Sin embargo, Wae’l en su momento rechazó la sinrazón de la guerra, abandonó el campo de batalla y se refugió en sus aposentos. Pero tú te empecinaste en querer gobernar el mundo, por pura vanidad, por egoísmo…

 

- ¿Egoísmo? ¿Pero qué dices Olbaïd? Hace unas horas, no dude en aceptar mi propia muerte para salvar a mi pueblo.

 

- Sólo consideraste el sacrificio cuando todas las esperanzas ya se habían perdido, pero en realidad no se trataba de un sacrificio, Lyelos, pues Wefel de todos modos te hubiese matado después de saquear Nominor. Ahora, ves que de nuevo puedes salvar tu pellejo, entonces dices que las cosas han cambiado… Pero nada ha cambiado, nada, salvo tus posibilidades de sobrevivir. Prefieres sacrificar a los demás antes de sacrificarte a ti mismo, tan solo eres un cobarde que teme la muerte. Renuncia a tu corona y desaparece de la faz de la tierra, te aseguro que si lo haces los hombres se otorgarán una tregua y empezarán a negociar la paz.”

 

Al escuchar estas palabras, Lyelos se desmoronó, espantado por estas revelaciones. Tras un largo silencio, declaró con un tono grave.

 

“Hermano mío, agradezco tu sinceridad. Me has enseñado la verdad que yo no quería ver… Si lo que afirmas es cierto, si mi desistimiento puede detener la guerra, entonces digo que merece la pena intentarlo.”

 

Lyelos bajó de la torre pero en vez de dirigirse al gran patio de armas del castillo de Nominor para ponerse a la cabeza de sus ejércitos, cogió un pasadizo secreto y se fue al santuario subterráneo donde reposaba su padre inconsciente. Lo cogió en sus brazos y lo llevó por el laberinto de túneles que había debajo de la ciudad, para finalmente salir por una puerta recóndita que daba a una cala diminuta, frente al mar. Pronto vino a su encuentro un delfín, emisario de Wae’l, y Lyelos le comunicó su voluntad de constituirse prisionero del dios del océano, que le parecía el ser más sabio y más humilde de todo el universo.

 

Wae’l acudió a la cita poco después, y llevó en su navío a los dos reyes caídos, Elyor y Lyelos, el padre y el hijo. El rey de las aguas depositó a ambos en una isla secreta en los confines del océano, cerca del abismo del fin del mundo donde caen en cataratas las aguas a la nada.

 

Olbaïd no acompañó al dios del sol por los pasadizos secretos del palacio, sino que se fue hacia el patio de armas para anunciar a los soldados de Nominor la deserción del príncipe, justo antes del gran asalto que hubiera seguramente llevado a su pueblo a la victoria. Y cuando pudieron comprobar que el dios pérfido tenía razón en sus afirmaciones, todos en la ciudad, al unísono, hablaron de traición. Sus gritos exasperados resonaron en el campo de batalla, y llegaron a los oídos de las gentes de Kirwan y de Anozama, que ordenó enseguida la retirada. El príncipe había traicionado, el dios por el que todos habían arriesgado su vida se había acobardado en el último momento y se había marchado. Y todos los seres del mundo, dioses, humanos, aliados, neutrales y enemigos, supieron entonces que Lyelos era un pusilánime y un felón.

 

Y fue así como el dios radiante, antaño amado por todos, fue repentinamente odiado por la tierra entera, justo cuando por primera vez desde el principio del conflicto, el amor y el desinterés había guiado sus actos. Pero era la edad de la discordia, todo estaba al revés, la luna era negra y cegaba a los hombres.

 

 

Canto 6

 

Olbaïd se sentó en el primer peldaño de la escalera de Sidarap, que había sido antaño el trono de Trom, el rey de los tiempos sin tiempo. Y desde allí convocó a los dioses para encontrar por fin una solución y hacer cesar la guerra.

 

A la cita del dios pérfido acudieron Wefel, el dios de la guerra cuyas espadas en llamas iluminaban la noche, Rya’l el viento, el espíritu libre que vuela donde le place, Anozama la cazadora, que poseía en su corazón el secreto de los bosques, y Wae’l, el amo de los océanos, que reposaba su cabeza pesada en su bastón que hace las mareas.

 

Olbaïd mandó a hacer el silencio y declaró:

 

“Ya no hay rey, no hay día ni verdad. ¿Quién, entre vosotros será capaz de hacer volver la luz? Sin duda el que lo logrará merecerá gobernar el universo.”

 

Los dioses asintieron, y Olbaïd prosiguió:

“¿Cuál es pues la verdad? ¿Cuál es la ley inmutable que triunfará de la nada? ¿Qué luz será tan potente como para aniquilar la noche? ¿Qué idea soberana nos traerá la armonía?”

 

Cada uno meditó estas palabras, y cada uno, delante del dios pérfido, encontró su verdad en su fuero interno. Rya’l habló primero:

 

“Solo existe una verdad, la libertad, y tan sólo tres leyes imperiosas en el universo para que vuelva la luz: nadie prohibirá nunca nada, nadie poseerá nada, nadie mermará la libertad de nadie. Éste es el sendero del viento, el único camino que nos llevará a la paz.”

 

La diosa del viento agitó sus largas alas y voló a la conquista de Sidarap. Por desgracia, Enwë, la casta intendente del palacio celestial prohibió la entrada al dios del viento, y organizó la defensa de la fortaleza de cristal, pues la última visita de un dios había sido la de Lyelos que había asesinado a tres guardias y al amo del palacio, y Enwë, fiel súbdita de Elyor, rechazaba la idea de un nuevo soberano. Rya’l intentó convencerla, en vano. Entonces sopló y desencadenó tempestades para forzar las puertas, pero cuando logró por fin abrirlas, entendió que penetrar en el palacio significaba someter a sus habitantes, obligarlos, masacrarlos tal vez... Y renunciar por lo tanto a su ideal de libertad, convirtiéndose en un déspota. Entonces Rya’l decidió detener su intento, y se marchó para cantar su queja en las llanuras desoladas.

 

Olbaïd declaró entonces:

 

“Rya’l fracasó, pues la libertad no se puede imponer, y tan sólo puede triunfar renunciando a ella misma.”

 

Los dioses meditaron estas palabras y al cabo de un rato, Anozama dijo:

 

“Si existe una verdad en el universo, la posee la naturaleza. Su ley es la que rige la vida, no es ni buena ni mala, es todo a la vez, y todos pertenecen a la naturaleza soberana, fuertes o débiles, presas o depredadores, todos somos útiles para perpetuar el ciclo, y los hombres son insensatos si creen en otras leyes artificiales.”

 

La amazona entonces cogió impulso y lanzó su montura a la conquista de Sidarap. Bajo el paso de la yegua trepaba la hiedra en los peldaños de la escalera celestial. Por desgracia, el animal no logró subir los mil y unos peldaños y la hiedra se cayó al suelo sin lograr echar raíces en el cristal. La naturaleza estaba condenada a reptar; y la amazona contrariada se fue galopando a refugiarse en el corazón del bosque.

 

Olbaïd, entonces, comentó con tono burlón:

 

“Anozama falló, pues la naturaleza no puede trascender el espíritu. La naturaleza se contenta con existir, sin tregua perece y renace, alimentándose con su propia muerte. Pero ya es tarde para que la naturaleza baste a las necesidades de los humanos, pues tenemos un espíritu que nos anima y aspiraciones que van más allá de nuestra simple supervivencia”

 

A lado del dios maligno quedaban Wae’l y Wefel, los dos primeros dioses creados por Elyor y eternos rivales. Wefel de repente quiso atacar a su enemigo, que en tierra y lejos de las aguas era más débil, pero Wae’l corrió tanto como pudo para escapar y logró justo a tiempo llegar a su barco amarrado en el arenal antes de que el dios soldado lo matara. El navío de Wae’l empezó a deslizarse por el agua alejándose del mundo y de la vanidad del poder. Agarrado a la proa, a guisa de adiós, el rey de las mareas gritó a las dos deidades que se quedaban en tierra: 

 

“En cuanto a mí, creo que no existe la verdad, y que si de todos modos existiera, sería múltiple y diferente para cada uno de nosotros. No intentemos encender las estrellas, poseer el cielo, si en la noche nos toca vivir, en la noche vivamos. Quizás cada uno, a fuerza de paciencia y abnegación, sea capaz encender un fulgor, y reuniendo los fulgores minúsculos de unos y otros tal vez logremos iluminar el mundo y hacer desaparecer la noche.”

 

Poco a poco despareció en el horizonte para volver a su palacio sumergido, donde la vida transcurría serena lejos de las guerras de la tierra.

 

Y Olbaïd, en su trono de piedra en medio del mundo, primer peldaño de la escalera hacia el palacio celestial, pensaba:

 

“Wae’l, que quiere hacerse pasar por sabio es sin duda el más loco de todos. Cree que la verdad no existe, que no hay más que verdades ilusorias, diferentes para cada uno, que todas valen por igual y pueden convivir en paz. Sin embargo la verdad existe, es inmutable y única, pero nadie nunca podrá verla en su plenitud, está fuera del alcance de nuestra mente, tan sólo podremos percibir una ínfima parte de ella, y apreciarla a través de velos que filtran su luz, pues es como el sol, inmensa y cegadora.

 

Sí, Wae’l es un insensato. Cree que pueden coexistir los sueños de cada uno, pero la verdad de uno prohíbe la de otro, y mientras uno sueña con la paz, su enemigo prepara la guerra.”

 

 

 

Canto 7

Tras este pensamiento, el dios pérfido giró la cabeza y observó a Wefel, el dios de guerra, el único que quedaba junto a él al pie de la escalera de cristal. Olbaïd miró de hito en hito al dios soldado y le preguntó:

 

“Y tú, ¿qué opinas? ¿Cuál es tu verdad?”

 

Wefel escrutó el cielo con una mirada arrogante y Olbaïd supo entonces que pronto habría un nuevo soberano el universo, porque no cabían dudas, el dios guerrero no se ablandaría como lo había hecho Rya’l delante de la débil defensa de los guardias de Sidarap.

 

“La luz existió en el mundo y era el rey, declaró Wefel. Una tierra, un rey y el mundo será coherente. Si no hay más que un soberano en el universo, entonces habrá una idea única para regir el mundo y no voluntades contradictorias, compromisos engañosos que provocan la duda y traen las tinieblas. Por desgracia nuestro rey Elyor, inconsciente, ya no puede gobernar, pero soy su más leal servidor desde el principio de los tiempos, el único en no haberlo traicionado nunca. Por lo tanto, me pertenece ahora reinar en su nombre y defender sus intereses. A defecto de sol, nos queda el fuego, y si es preciso para hacer renacer la luz incendiar el mundo, que así sea.

 

Olbaïd, vete a buscar a los dioses y diles que ya hay un nuevo amo en Sidarap. A cada uno, transmite mis órdenes.

 

A Wae’l, le ordeno que se constituya prisionero y que me traiga a Lyelos el felón, para ejecutarlo, y el cuerpo del rey Elyor, para que permanezca en su palacio celestial.

 

A Anozama, le ordeno que el bosque alimente el gran incendio que purificará la tierra

 

A Rya’l, ordeno que el espíritu deje de soplar libremente, y que se dedique a propagar el fuego en la tierra.

 

A Tyunerion, ordeno que la luna vaya a esconderse al revés de la tierra dónde reinara soberana en el mundo de los muertos.

 

A Emya, ordeno que me despose, así nuestros hijos, los hijos de la fuerza y de la gracia, se convertirán en la nueva raza perfecta llamada a reinar sobre el universo.

 

A ti, por fin, Olbaïd, ordeno que transmitas este decreto y que seas mi consejero

 

En cuanto a Ayli, la madre del mundo, voy enseguida a ordenarle que pare el tiempo, para que vuelva por fin la Armonía.”

 

Olbaïd se rió a carcajadas y se fue en la noche para cumplir las órdenes del guerrero, mientras este último subía los peldaños que llevaban al palacio celestial.

 

Wefel, como lo había previsto el dios pérfido, no tuvo ninguna dificultad en forzar las puertas de Sidarap, ni remordimiento en matar a los guardias que se interponían en su camino. Una vez que se apoderó del lugar, plantó su espada de fuego en el cuerpo de cada uno de los guardianes de la ciudad celestial y lanzó sus cuerpos por el balcón de la terraza de los dioses. Sin embargo, perdonó la vida a los que cultivaban los vergeles, pues los juzgaba demasiado débiles para inquietarlo, y los convirtió en esclavos. Sin embargo, no encontró a Enwë, la intendente que gobernaba el palacio en la ausencia del rey, pues se había refugiado en los aposentos más secretos del corazón del palacio, junto con Ayli. Pero Wefel postergó su decisión de ir a buscarlas a ambas en aquel laberinto de cristal, pensando que tampoco dos mujeres cobardes podían contrariar sus planes. Y en vez de cazarlas, prefirió encender grandes lumbres en la terraza del palacio y colgar fuegos en cada ventana, para dar a Sidarap el aspecto del sol. Una vez acabado, se sintió en su trono y esperó a que el universo se sometiera a su voluntad.

 

Sin embargo el fuego que había encendido no era más que un fulgor tenue en la oscuridad, y ningún dios obedeció a sus órdenes. Entonces, encendido por una viva cólera, Wefel bajó, furioso, los mil y un peldaños de la escalera de cristal y se fue con prisa a la tierra.

 

Caminó hasta la antigua brecha excavada por los duendes en los albores de los tiempos, los abismos abiertos que llegaban hasta lo más profundo del mundo. Una vez allí, llamó a las serpientes ancestrales, y los reptiles alados brotaron de la nada. Con un beso de odio, mediante su aliento de azufre, el nuevo tirano del mundo insufló el fuego a cada uno de los dragones, y los mandó propagar el incendio sobre la faz de la tierra.

 

Luego, Wefel se fue hacia el norte y encontró a los gigantes, que erraban en las montañas. Una vez reunidos, los guío hasta la cima más alta del mundo, y les dijo:

 

“Pueblo antiguo y fuerte, eráis los primeros amos del mundo, y grande es vuestra ira, pues lo habéis perdido todo. Pero por fin ha venido el tiempo de vuestra venganza, la hora en que los humanos, estos antiguos duendes pérfidos, serán aniquilados. Golpead la montaña, demoled la roca, dejad que el odio conduzca vuestros puños vengativos. En el cráter que habréis excavado, depositaré mi vómito, la lava de un volcán, un fuego inmenso en el que forjaré para vosotros nuevas e invencibles armas. Pronto os convertiréis de nuevo en el pueblo hegemónico de la tierra, como en los tiempos de antes del tiempo, los tiempos de la Armonía”

 

Los gigantes martillearon la montaña y sus golpes formidables agrandaron la brecha dónde sus hermanos habían caído antaño, en los albores de los tiempos. Y una vez que la montaña se convirtió en volcán, Wefel forjó espadas tan largas como árboles, escudos y armaduras como castillos. Luego, los gigantes bajaron de las montañas aullando en las llanuras para destruir a los hombres y los dioses. Y el jefe de la horda no era otro que Lyeo’l, la venganza ciega, el príncipe de los gigantes, hijo primogénito de Trom, el primer rey de las edades.

 

Olbaïd, en su trono de piedra en medio del mundo, pensaba al verles desfilar por el mundo: “He aquí que los gigantes combaten en nombre de Elyor, por la gloria de este rey que antaño los destrozó, y que un ciego guía las tropas hacia la luz. Decididamente, en estos tiempos, todo está al revés, y todos se comportan de manera estúpida”

 

Wefel había vuelto a reunir a los antiguos ejércitos del principio del mundo, a los dragones sinuosos y a los gigantes sin espíritu, pero por desgracia para el nuevo tirano de Sidarap, frente a esta nueva amenaza los hombres se reconciliaron, postergando sus querellas, para luchar conjuntamente contra sus enemigos de siempre.

 

Olbaïd entonces aconsejó a Wefel que se aliara momentáneamente con Tyunerion la luna. Wefel aceptó y la diosa envió hacia la tierra las estrellas que el dios pérfido había pervertido antaño con su discurso. Una nube de meteoros cayó de repente sobre la tierra, en los confines surorientales del mundo, y su caída resquebrajó la tierra en varios sitios, abriendo una brecha hacia el reino de los muertos, donde Tyunerion apilaba los cadáveres de los hombres.

 

Las estrellas caídas persuadieron a numerosos hombres para que vinieran a establecerse con ellos, otros fueron secuestrados y sometidos a la esclavitud, y así fue fundada la duodécima tribu humana, el pueblo de Morkaï, que significa “los condenados”, que erigieron para sus amos celestiales ciudadelas sepultadas hasta lo más hondo de los abismos. Todos los que contestaron a la llamada de las estrellas oscuras perdieron su condición humana y se convirtieron en odiosas criaturas temerosas de la luz. Algunos se aparearon con los animales y se transformaron en hombres lobos, serpientes, o jabalíes, otros fueron ajusticiados en los infiernos antes de ser de nuevo escupidos a la superficie del mundo para errar mitad vivos y mitad muertos, otros por fin fueron torturados y esculpidos a carne viva para convertirse en monstruos. Solo una pequeña élite fue convidada por los astros caídos en sus sombríos palacios e iniciada a la magia oscura.

 

Y Olbaïd se regocijaba, porque en nombre de la luz, Wefel permitía que la noche triunfara, de la misma manera que en nombre de Elyor, había resucitado a dragones y gigantes.

 

La guerra reinaba soberana por el universo entero. También se hallaba en lo más alto del cielo, en el palacio de Sidarap, donde Wefel intentaba forzar la puerta de los aposentos secretos de Enwë y de Ayli, pues el tirano en su orgullo deseaba poseer el tiempo.

 

Escuchando los golpes en su puerta, que resonaban en su corazón, la antigua diosa gritaba su desesperación, su arrepentimiento por haber creado el mundo, y su gemido se unía, abajo en la llanura, con el grito ronco de su hijo mayor, Lyeo’l, el coloso ciego, que guiaba el nuevo ejército de los gigantes, y que buscaba en el vacío de su mirada el alma de su padre Trom, que renacería algún día, una vez el mundo destruido, en el crepúsculo de los tiempos. 

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